Director: Jean Eustache
Ah, la vida, su viva cotidianidad, la respiración de los días, el palpitar del tiempo, los sueños y las decepciones, los impulsos, los cuerpos, las historias de amor y de sexo, las peleas y las reconciliaciones, las revelaciones, los secretos, los silencios, las miradas a los ojos, los encuentros, la vida de barrio, los desencuentros, los engaños y desengaños, los amigos, los conocidos, las amantes, los monólogos, las reflexiones, los momentos de aburrimiento y de lucidez, los minutos muertos nunca muertos, las inquietudes sentimentales e intelectuales, los cafés, los bares, los pubs, las habitaciones pequeñas, los colchones tirados en el suelo, la seguridad, el riesgo, los recuerdos, los dolores, las sonrisas, el desencanto, el tránsito, la noche, los faros encendidos, las manchas de sol en las calles, la voz sorda de la ciudad, la pulsión suicida, autodestructiva, el todo o nada, la nada y la política, la bohemia o los intentos de ello, la vida al margen de normas o demasiado sumido en ellas, la libertad o la ilusión de esta, las pequeñas alegorías que nos acompañan, el genial Jean-Pierre Léaud como el joven francés medio que quiere la revolución o no lo sabe o le da lo mismo o qué sé yo, Bernadette Lafont como la madre que da refugio y comodidad y lo acepta todo o no pero ahí está, Francoise Lebrun como la puta tomada por todos como el callejón sin salida de los ciegos, o lo que sea, al fin y al cabo es la vida, con sus rudezas y alternativas, con su secuencia de minutos desapasionados y desnudos, los chispazos de luz y el vacío de quien nada sabe o nada quiere, la vida, ¡y qué bien la filmó Jean Eustache!, en tan solo tres horas y media de cine con mayúsculas, de ese cine inolvidable, único, que te enciende la sangre y demuestra por enésima vez que el cine es, en efecto, arte.
Obra maestra.