Revista Opinión

La manera de ser del español (y su dificultad para adaptarse a las normas colectivas)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Si hubiéramos de clasificar a los seres humanos según su modo de confrontarse con el mundo en solo dos biotipos puros, del primero diríamos que va decidiendo a su individual manera cómo llevar esa confrontación momento a momento, situación a situación. En el otro extremo estaría aquel que cuenta en su bagaje con un nutrido sistema de ideas y convicciones con las cuales se enfrenta a las situaciones concretas, y que hacen que su modo de ser sea estable, previsible y congruente en las respuestas que da a las diferentes situaciones. En la primera forma de ser va incluido el predominio de las impresiones, de las respuestas espontáneas, impremeditadas e inconsistentes entre una vez y la siguiente. En la segunda, la impresión y la espontaneidad son sustituidas por la deliberación y por la consistencia en las respuestas. En el uno predomina el trato impresionista, sensual con las cosas, en el otro, ese trato está acotado por los conceptos y por el pensamiento en general.

La manera de ser del español (y su dificultad para adaptarse a las normas colectivas)

El Greco-El caballero de la mano en el pecho" (1578-80). De este cuadro decía Ortega:“Estamos muy ciertos de que nos sentimos en la presencia de un español; más aún, aquellas sombras y colores, aquella lividez exaltada nos dan una realidad que expresamos con la palabra españolismo —mucho más cierta y plenaria que cuantos españoles hemos visto y tratado en verdad”

   Pues bien, los españoles, dice Ortega, “representamos en el mapa moral de Europa el extremo predominio de la impresión. El concepto no ha sido nunca nuestro elemento" (1). Pero es que “una raza de hombres es una clase de productos culturales, de ideas, de acciones, de sentimientos. Y originariamente y sobre todo, una raza es una manera de pensar” (2). En suma, aquello en lo que los españoles somos deficitarios. Por eso debe de ser que tengamos tanta dificultad en sentirnos nación, que es lo mismo que decir sujetarnos a las normas colectivas. Y ¡cuidado!: “En la decadencia de un pueblo los individuos pierden la sensibilidad que les ponía en contacto con las rígidas normas colectivas” (3). Tal vez aquí se localice el núcleo del pesimismo de Ortega.   El destino humano adquiere plenitud no cuando, como en general hacemos los españoles, nos quedamos anclados en el trato con las cosas elementales e inmediatas, sino cuando vamos ampliando la red de relaciones entre esas cosas o entre las distintas situaciones por las que atravesamos para que así podamos ampliar el radio de nuestro entendimiento hacia realidades más abstractas. Tenemos, en fin, arraigada una forma de ser mal dotada para la deliberación y la abstracción. Nuestros comportamientos están más guiados por la pasión, la impulsividad, el inmediatismo, y se sustentan menos en el soporte de la cultura y del esfuerzo intelectual. Como Don Juan, vamos picoteando de flor en flor. Como los políticos al uso, vamos cambiando de chaqueta según lo vaya demandando cada coyuntura. En las conversaciones no intercambiamos razonamientos, sino que disputamos con fogosidad a ver quién emite más decibelios (una forma fácil de reconocer a los españoles cuando se viaja fuera de España). Cualquier intento de mejorar este carácter hispano habrá de partir de la limitación cultural que en este sentido arrastramos en nuestro biotipo.    No es que no hayamos desarrollado una cultura, claro está, pero sí que en ella hay un máximo de componentes impresionistas y un mínimo de añadidos de lo racional. Y a menudo, sin embargo, hemos elevado a cotas sublimes esa en principio deficitaria forma de ser. Un buen ejemplo de ello sería Goya. “Goya representa —como acaso España— una forma paradójica de la cultura: la cultura salvaje, la cultura sin ayer, sin progresión, sin seguridad; la cultura en perpetua lucha con lo elemental, disputando todos los días la posesión del terreno que ocupan sus plantas. En suma, cultura fronteriza” (4). Por eso Goya es el padre del impresionismo. Y por lo mismo yerra quien busca una razón de ser a los temas goyescos: brotan directamente del alma que, sin más mediaciones, contempla la realidad circundante. Son impresiones, no propuestas morales o valorativas. En general, los productos mejores de nuestra cultura tienden al equívoco, manifiestan una peculiar inseguridad o falta de sentido, la que se deduce de nuestra poca afición a pensar.   El Quijote es asimismo una singular muestra del equívoco de la cultura española. “Confrontado con Cervantes, parece Shakespeare un ideólogo. Nunca falta en Shakespeare como un contrapunto reflexivo, una sutil línea de conceptos en que la comprensión se apoya” (5). El autor español, por el contrario, no sostiene su obra sobre ninguna fórmula general o ideológica, se retiene dentro de las puras impresiones. Pero en ello reside, precisamente, el don supremo de Cervantes. Porque “es, por lo menos, dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos” (6). Y de lo que se trataría sería de exprimir estas significativas características de la obra cervantina o goyesca para concentrar en ellas “la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es España?" (7). La inexistencia en la práctica de respuestas definitivas, o al menos suficientes, a esta pregunta –prolongando aquella ausencia de razonamiento que aportaría claridad a nuestro trato impresionista con la realidad– produce en Ortega preocupaciones de primer orden. Porque, dice: “¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no se hace un problema de su propia intimidad; que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia!” (8). Dijo también Ortega: “Un pueblo es un estilo de vida, y como tal, consiste en cierta modulación simple y diferencial que va organizando la materia en torno” (9). Nuestra falta de organización creadora, nuestra escasez de perspectiva, de jerarquías que ordenen los acontecimientos y diferencien, en este caso, entre lo que es esencial en el ser de España y lo que, por el contrario, es degeneración, nos ha conducido, escribía Ortega en 1914, a “tres siglos y medio de descarriado vagar” en que “la realidad tradicional en España ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España (…) Español significa para mí una altísima promesa que sólo en casos de extrema rareza ha sido cumplida (…) Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor” (10). En el estilo de Cervantes hay ya perfilados, aunque precisados de pensamiento y aclaración, una filosofía y una moral, una ciencia y una política. “Del mismo modo que hay un ver que es un mirar, hay un leer que es un intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo. Sólo ante éste se presenta el sentido profundo del Quijote” (11). Si la filosofía o la moral solo están implícitas en el Quijote, habrá que leerlo traspasando la línea de la superficie.   La cultura –arte o ciencia o política–, los conceptos, ponen orden, firmeza, pulimento y precisión en las cosas, ayudan a esclarecer, explicar o interpretar la vida. Y precisamente, “el hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra” (12). La vida no es clara para empezar; al revés, es confusa, caótica, desconcertante. Por ello, no alcanza su plenitud sino con la asistencia de la razón. Razonar, tener una idea es aportar claridad al inicialmente confuso mundo en que vivimos. En todo ello, dentro del contexto europeo, los españoles estamos en mínimos. Cita Ortega a Azorín: “No hay más aplanadora y abrumadora calamidad para un pueblo que la falta de curiosidad por las cosas del espíritu: se originan de ahí todos los males” (13). Las cosas del espíritu son las que se oponen al inmediatismo, las que van conjuntando vivencias y situaciones hasta extraer de ellas pautas de estabilidad, ideas, convicciones… acatamiento de las normas colectivas. En la vida de los pueblos, las cosas del espíritu son asimismo las que aglutinan y refuerzan el sentimiento de participar en una común tarea. Y de eso es de lo que se trata, puesto que “una nación es un proyecto sugestivo de vida en común” (14)



[1]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 359.[2]O y G: “La guerra, los pueblos y los dioses”, O. C. Tº 1, p. 414.[3]O y G: “Renan”, O. C. Tº 1, p. 460.[4]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 355.[5]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.[6]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.[7]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.[8]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.[9]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 362.[10]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 362.[11]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 340.[12]O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 357.[13] O y G: “Nuevo libro de Azorín”, O. C. Tº 1, p. 242.[14] O y G: “España invertebrada”, O. C. Tº 3, p. 56.

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