De la pared salió una mano, huesuda, sin carne casi. Doménico detuvo el brazo, azorado, cuando estaba por descargar un nuevo mazazo. Dejando la maza en el piso, se acercó a la mano, muy visible entre los ladrillos partidos y las capas de pintura levantadas por el trabajo del italiano. Evitó tocarla, sus propias manos estaban cubiertas de polvo, pese a que en alguna parte de su mente se pedía la prueba del tacto para descartar una visión. Doménico observó el resto de la habitación, los escombros acumulados de la otra pared volteada, el piso vestido de arenilla pálida, la abertura sin ventana. Sólo la mano estaba fuera de lugar, en ese nuevo hueco que abría para continuar las reformas. El hombre se demoró unos segundos más, contemplándola, especulando sobre la mano y las consecuencias que traería el hallazgo a su trabajo. Pensaba en un cuerpo, no en la mano que veía, un cuerpo empotrado en la pared doble, un cuerpo que retrasaría la obra por semanas. Desde otras habitaciones provenía el ruido habitual de las obras; golpes, mezcladoras, insultos, una radio con música de cumbia. Doménico resolvió. Tomó otra vez la maza y dio un golpe contundente, que volvió añicos los huesos blancos. No se detuvo hasta que la pared dejó de existir, y con ella su secreto. Él era albañil, lo suyo era voltear y construir, para encontrar cadáveres secretos se escribían cuentos. Texto: Juan Pablo Goñi Capurro