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Ayer (18 de agosto) me eché a la calle y me dediqué a sacar fotos de los peregrinos de la JMJ en Madrid y a entrevistar a grupos venidos de los cinco continentes Malasia, Letonia,
Lo que más me gusta de estos días es la naturalidad con que empiezas a hablar en la calle con peregrinos venidos de cualquier parte del mundo y acabas intercambiando números de teléfono y direcciones email, después de haber descubierto que tienes amigos comunes o que vienen de tal lugar donde tú mismo has estado.
Llegué a casa agotado, dispuesto a pasar el resto de la jornada viendo al Papa en Cibeles desde mi sillón enfrente de la pantalla del televisor sin perderme detalle, pero no contaba yo con la bronca que mi mujer me tenía reservada por haberme pasado todo el día fuera de casa. “¿Y a esto lo llamas tú estar de vacaciones? Pero si trabajas más que antes?” Antes de que pudiera reaccionar me levantó de mi asiento y me conminó a estar listo antes de cinco minutos para volver a la calle con ella, mi cuñada Florence y Malaika, nuestra hija de 14 meses. Me acordé del pasaje de Isaías sobre el siervo de Yahvé, que no abrió la boca como cordero llevado al matadero y me dispuse a obedecer sin rechistar, qué remedio. Ellas querían ver al Papa de cerca, en la calle, y estaban dispuestas a todo con tal de conseguirlo.
Llegamos en autobús hasta donde el conductor nos indicó que ya no podía seguir más adelante. Mi mujer se puso al frente de nuestra comitiva mientras gritó que teníamos que encontrar primero un puesto donde vendieran banderitas del Vaticano. Su plan era comprar una para cada uno, bebé incluido, y agitarlas al paso del papamóvil. Continué empujando el cochecito de Malaika, cabizbajo y sin decir nada. Después de mucho buscar, terminamos nuestros pasos en la calle Serrano, donde al doblar la esquina nos topamos con un grupo de monjas norteamericanas haciendo juegos malabares con pelotas de colores que eran el foco de la atención de todo el que tenía una cámara fotográfica a mano. Finalmente, tras varios minutos de charla con unos peregrinos de Kenia, un cura sudanés y unas muchachas panameñás que nos dejaron sitio para que la niña no se perdiera detalle, nos colocamos lo más cercanos que pudimos a la calle por donde el Papa pasaría en pocos minutos y aproveché para calcular a la perfección cómo conseguir una instantánea de Benedicto XVI en el momento en que pasara a bordo del papamóvil enfrente de donde yo me eocnotraba.
Finalmente, se acercó el momento tan anhelado. Levanté mi cámara y apunté al lugar preciso. En medio del mar de vítores y agitación de banderas en el que me encontraba había encontrado un hueco donde meter el objetivo. Apreté el botón y en ese momento me encontré con una mano que hasta entonces no estaba allí y escuché detrás de mi oreja un agudísimo sonido muy familiar, de mujer africana ululando de júbilo que casi me tiró al suelo.
Cuando el papamóvil se perdió el dirección a Cibeles, retrocedí un poco, miré a la cámara y allí estaba mi instantánea: un brazo de mujer africana, mi mujer para más señas, tapando el rostro de Su Santidad justo en el momento en el que pasaba. Nuestras miradas se cruzaron y ella, sonriente como siempre, me preguntó que por qué tenía esa cara de funeral cuando todo el mundo estaba tan contento. Le enseñé el estropicio de foto pero no lo entendió. “Compréndelo, chica, es que tu brazo lo puedo ver todos los días, y hasta fotografiarlo como se me antoje, pero la cara del Papa no”. Ella y su hermana se tiraron por los suelos de la risa, mientras yo me quedaba descompuesto, sin foto, y otra vez empujando el cochecito de Malaika sin poder decir nada. Mejor no quejarme, Por lo menos no encontramos ningún puesto donde vendieras banderitas del Vaticano y me libré de tener que enarbolarla, aunque aún quedan días y estoy seguro de que todo se andará. Mi próxima foto del Papa seguro que estará cubierta por los colores blanco y amarillo de la tela que ondeará mi señora esposa.