Este libro lo compré hace años en la librería Iberoamericana de Madrid. Había entrado allí una tarde y preguntado por él, no lo tenían y me apuntaron en una lista. Bastantes meses después me llamaron, el libro había llegado desde Uruguay. Era caro, pero me hicieron un descuento por ser –me dijeron– cliente habitual. Ha estado sin leer en mis estanterías bastantes años, no estoy seguro de por qué, tal vez por miedo a que me decepcionara. Sin embargo, ahora que he estado recabando información sobre Mario Levrero (Montevideo 1940 – 2004), con la intención de escribir un artículo sobre él, destinado a una revista, al fin lo he leído.
La máquina de pensar en Gladys recoge once cuentos que pertenecen al más temprano Levrero. En su prólogo, Marcial Souto, que fue el primer editor de Levrero, nos cuenta que a finales de 1969 empezó a trabajar para una editorial que quería poner en marcha «una colección de libros de ciencia ficción para lectores jóvenes». El primer manuscrito que le llegó fue La ciudad de Mario Levrero. Lo leyó en una noche y al día siguiente Levrero le presentó también La máquina de pensar en Gladys, un conjunto de cuentos escritos tras 1966, fecha de finalización de La ciudad. En 1970 Marcial Souto pudo crean en la editorial que le había contratado una colección llamada Literatura Diferente, donde sacó los dos libros de Levrero más otros tres, de otros autores, durante 1970. Uno de los cuentos emblemáticos de La máquina de pensar en Gladys, el titulado Gelatina, se había publicado ya en 1968, en la editorial Los Huevos del Plata.
Hace unos años compré en La Central de Callao una recopilación de cuentos de Mario Levrero titulada Nuestro iglú en el ártico, que contenía los dos cuentos más largos de La máquina de pensar en Gladys: El sótano y Gelatina. Por tanto, cuando al fin me he acercado a La máquina de pensar en Gladys, en realidad, ya había leído la mitad de sus páginas.
Este libro se abre, precisamente, con el cuento que da título al conjunto. Se trata de un microrrelato en el que alguien revisa su casa antes de irse a dormir, y después de –lo más seguro− haber dado una fiesta: llaves de la luz, del gas, ceniceros vaciados… y, como si de un objeto cotidiano se tratase, también pasa revista a «la máquina de pensar en Gladys». El libro acaba con otro microrrelato titulado La máquina de pensar en Gladys (negativo), en que de nuevo el narrador (tal vez el mismo del primer cuento, o no) hace un recorrido nocturno por su casa para comprobar que todo está en orden; pero esta vez la realidad parece más alterada: «Se abre la ventanilla del cucú y sale la enorme serpiente, se descuelga interminable hacia el piso y desaparece bajo el aparador.» (pág. 121). Curiosamente, en este relato no hay ninguna máquina de pensar en Gladys.
El segundo relato es La calle de los mendigos: un hombre va desmontando su mechero, con la sorpresa de que las partes que extrae de él ocupan más volumen que el propio mechero, hasta que al final se acaba perdiendo dentro del laberinto que ha creado al tratar de comprender sus engranajes.
El tercer cuento es Historia sin retorno No. 2, y es el microrrelato que sirve de resumen de contraportada. Es tan corto que se puede reproducir aquí:
«Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa. En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar. Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre). Volvió algunos días después. Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia. Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos –umbrío, imponente, desconocido–; resueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.»
El cuarto cuento es La casa abandonada sobre un grupo de personas que se reúnen en una peculiar casa de fantasía, en la que se puede ver corretear a hombrecillos de 11 centímetro o salir de las cañerías lombrices negras e interminables. A veces la casa devora a los vendedores ambulantes que llaman a su timbre, pero por algún motivo que el lector desconoce no ataca al grupo de personas que la ocupan. Si bien en esta primera etapa de su obra Mario Levrero se encuentra muy influido por Franz Kafka, en este cuento (quizás por la similitud del título con Casa tomada) me ha dado la impresión de que también podía encontrarse influido por Julio Cortázar. La casa abandonada es un relato muy imaginativo e inquietante.
El sótano ya lo había leído, me ha vuelto a gustar bastante. En él, asistimos a las pesquisas que hace el niño Carlitos para conseguir averiguar qué hay en el sótano de su gran casa familiar. El cuento (o novela corta en este caso) está creado como si de una historia de aventuras se tratase: Carlitos tendrá que encontrar a su abuelo, perdido en la casa, para que le dé una pista, que le llevará a la siguiente, en una cadena casi interminable. Las aventuras por la que pasa Carlitos suelen ser de corte fantástico. Levrero refleja bien el mundo de ensoñaciones de la infancia y su influencia más clara aquí parece ser la de Lewis Carroll.
En Este líquido verde volvemos de nuevo al microrrelato. La verdad es que la diferencia en el número de páginas de los relatos de este libro es bastante significativa. Una vendedora a domicilio llama a una puerta y comienza en la casa a hacer una demostración gratuita de un producto de limpieza, acompañada de todo un circo que ha entrado con ella.
En La casa de pensión uno de sus inquilinos nos habla del ambiente opresivo que se respira en su pensión. En cierto modo, el aire onírico de este relato me ha recordado a la atmósfera dibujada en la novela Desplazamientos, como si La casa de pensión fuese un banco de pruebas de esta novela posterior.
El rígido cadáver vuelve a ser un microrrelato donde se juega, desde la literalidad, con la frase hecha de encontrarse un cadáver en el armario. Me doy cuenta de que la ruptura de la supuesta normalidad de lo que pasa dentro de las casas es la gran obsesión que da unidad temática a este volumen.
Gelatina es una novela corta y seguramente sea el mejor relato de este conjunto. Me gusta su leve aire de distopía, donde un personaje marginal se mueve a través de una ciudad en ruinas. Una ciudad siempre amenazada por el avance de la gelatina que va arrasando con todo.
Los reflejos dorados, sobre una persona que escucha un sonido en su casa, del que no puede localizar el origen, me parece una revisitación del cuento de Kafka Blumfed, un soltero de cierta edad.
Mis relatos favoritos de este libro han sido Historia sin retorno No 2, La casa abandonada, El sótano y Gelatina. En general, creo que como conjunto de relatos de Levrero me gustó en mayor grado la recopilación Nuestro iglú en el ártico. En cualquier caso, tengo la impresión de que disfruto más con un Levrero posterior, cuando el autor ejerce mayor control sobre sus recursos. Digamos que yo, entre la novela ligeramente policiaca que es Fauna y el descontrol onírico-surrealista de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, me quedo con la primera propuesta.
En La máquina de pensar en Gladys nos encontramos con un Levrero muy libre y experimental, muy deudor de Franz Kafka y Lewis Caroll, pero, apreciando su capacidad para la creación de potentes imágenes, creo que yo disfruto más de las etapas finales de su obra que de las primeras.