La mascarilla como símbolo

Publicado el 11 febrero 2022 por José Luis Díaz @joseluisdiaz2
A estas alturas de la pandemia ya deberíamos haber aprendido que intentar vincular muchas de las decisiones sanitarias del Gobierno con los datos epidemiológicos y las evidencias científicas, es una pérdida de tiempo que solo conduce a la melancolía. Pasó en su momento con las vacunas y ha pasado también con las mascarillas que, más que “un símbolo de que la pandemia sigue entre nosotros”, como dijo hace poco el inefable Ximo Puig, es un ejemplo más, de tantos que se podrían citar, de que buena parte de las medidas frente al virus han tenido mucho más que ver con los intereses políticos del Gobierno que con una estrategia sanitaria reconocible y creíble por la ciudadanía. Así, imponer el uso obligatorio  de la mascarilla en exteriores a finales de diciembre pasado, en contra del parecer de la práctica totalidad de los especialistas y hasta del sentido común, solo vino a rubricar dos años de decisiones arbitrarias y erráticas que han terminado por conseguir que los ciudadanos ya no sepan qué creer o hacer ni en quién confiar.

EFE

Oídos sordos ante la evidencia científica

Si obviamos a los hinchas irreductibles, a unos pocos expertos y unos cuantos periodistas para los que si el Gobierno dice blanco, ellos dicen blanquísimo, y si dice negro, ellos dicen negrísimo, prácticamente nadie entendió que lo único que cabía hacer en plena sexta ola de contagios fuera volver a la obligatoriedad de los tapabocas al aire libre. Las advertencias de que los contagios en exteriores son de un 15% a un 20% más bajos que en interiores y que una medida como esa, además de inútil, podía ser contraproducente y generaría más cansancio entre la población, por un oído le entraron y por el otro le salieron al presidente y a su obediente ministra de Sanidad.

De lo que se trataba una vez más era de que Sánchez pudiera salir de una reunión con los presidentes autonómicos y hacerse la foto anunciando una decisión ridícula, cuyo único fin era dar la sensación de que se estaba haciendo algo para contener el virus. Como los datos epidemiológicos se han encargado de demostrar con creces, el número de contagios no paró de aumentar en las semanas siguientes a la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Eso sí se podía saber, pero Sánchez lo ignoró deliberadamente.

"La obligatoriedad de la mascarilla no redujo los contagios"

Conseguido el objetivo y en vigor el Decreto Ley correspondiente, el Gobierno se lo tomó con calma antes de llevarlo al Congreso para su convalidación, lo cual ocurrió casi al límite del plazo legal de 30 días del que disponía, una prueba más del poco aprecio de Sánchez a la institución en la que reside la soberanía nacional. Para mayor escarnio, en el decreto ley sometido al Congreso se introdujo de rondón la revalorización de las pensiones, una suerte de chantaje político en forma de pastiche legislativo, que obligaba a los partidos a pasar por el aro de aceptar la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores. Todo esto ocurría, además, mientras en la práctica totalidad de los países europeos los gobiernos respectivos habían acabado o estaban acabando con esa norma y flexibilizando el uso del controvertido pasaporte COVID.

¡Sorpresa, sorpresa!

Solo unos pocos días después de convalidado el Decreto Ley, la ministra anunciaba el fin de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre para el jueves, 10 de febrero, casualmente a tres días de las elecciones autonómicas en Castilla y León. En esta ocasión el instrumento jurídico ha sido un simple Decreto, lo que implica que no necesita la convalidación del Congreso. El propio Gobierno, haciendo bueno aquello de que quien hizo la ley, hizo la trampa, se reservó en el Decreto Ley la posibilidad de modificarlo vía decreto mondo y lirondo cuando le viniera bien, en los términos que le convinieran y sin necesidad de pasar por el engorro de acudir al Congreso para recibir el visto bueno.

Todos los que pontificaron desde las redes y aplaudieron en diciembre hasta que les sangraron las manos la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores y que volvieron a aplaudir a rabiar hace solo una semana cuando el Congreso convalidó la medida, se vuelven ahora a dejar la piel, pero para todo lo contrario, para jalear el fin de la obligación. Coherencia y sentido crítico vendo, que para mí no tengo, cabría decir ante tanta inconsecuencia como para ir por la vida dando consejos a los demás desde los púlpitos mediáticos.

"Los mismos que aplaudieron a rabiar la obligatoriedad de la mascarilla, aplauden tres días después el fin de la medida"

Al Gobierno se le suele acusar, creo que con razón más que sobrada, de sus contradicciones, bandazos y vaivenes en la gestión de la pandemia. Lo grave es que esa falta de dirección y estrategia, que tanto daño social y económico han hecho, está mucho más relacionada con objetivos espurios y ajenos a la emergencia sanitaria que con la necesidad de controlar la expansión del virus y sus consecuencias. Es justo reconocer que algunos de los errores cometidos, sobre todo al comienzo de la pandemia, se pueden achacar en parte a las características y a la evolución de una enfermedad desconocida, ante la que, no obstante, se reaccionó tarde y de forma temeraria e irresponsable por parte del Gobierno. 

Pero hecha esa salvedad, no creo que sea injusto considerar también que en buena parte de las decisiones adoptadas se ha ninguneado el criterio científico, por más que el Gobierno lo haya usado como coartada para justificarse ante la opinión pública, y ha primado el cálculo político e incluso el económico. Si de algo es símbolo el quita y pon de la mascarilla no es de que “la pandemia sigue entre nosotros”, como dice Ximo Puig, sino de una gestión sanitaria poco transparente, deficiente, contradictoria y en muchas ocasiones absolutamente incompresible para los ciudadanos.