El horror de la Iglesia Católica y la Santa Inquisición ante la francmasonería fue progresivo. Las primeras bulas y constituciones antimasónicas, las de Clemente XII (In eminenti, 1738) y Benedicto XIV (Providas, 1751), condenaron tajantemente a la francmasonería regular, cuyas ideas, dada la secresía, Roma conocía mal.
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