LA MECEDORA Francisco Umbral

Publicado el 16 febrero 2024 por Frank Paya @payafrank

Dormir al niño, ea, el niño en los brazos, en cuanto llega a casa, tarde, justo a tiempo de dormir al niño. «Ya se nos estaba durmiendo; como no llegabas.» La calle, la prisa, los coches, los autobuses, la oficina. Dormir al niño, dormir al niño en la mecedora, esa, era mi niño, ea.

El vaivén de la mecedora, el vaivén oscuro de la mecedora, madera sobre madera, la mecedora en la sombra, con brazos de mullido y bamboleo de la madera sobre el parquet, como un trineo, como una barca en el agua. Ea, mi niño, ea. Las gentes, el olor de la oficina en las manos, las señales de la calle, las cicatrices de ceniza y humo, las manos curtidas de otras manos, curtidas de dinero, saludos, compraventas, teléfonos, mecanografía. La velocidad de las gestiones, la herida de la telefonía, la calle. Y por fin este sosiego balanceado, este oasis de sombra y hogar, este vaivén de la mecedora, con el niño en los brazos, al atardecer, justo has llegado a tiempo de dormirle.

Eaeaea. Ea mi niño ea. Eaminiñoea. La mecedora. Hubo que comprar un día la mecedora, o quizá fue un capricho, no sé, al pasar por aquella calle, calles oscuras, el anochecer, tiendas polvorientas, la mecedora en el escaparate, forrada de cretona verde, con una lista en el centro, de arriba abajo, brazos mullidos y con flecos, un fleco corto y simpático, pies semicirculares de mecedora, como las ballestas de un coche, como el deslizamiento de un trineo. La mecedora. «Mira qué bonita mecedora.» Esa tarde triste de salir de compras, con un entusiasmo que nació quizás a la mañana, que se ha mantenido voluntariosamente a través del día, empalideciendo, dejando de ser entusiasmo y sin saberlo, pasando a propósito, de entusiasmo a propósito, a proyecto, a cosa que hay que cumplir, pasando de propósito a penoso trámite, a costumbre, rutina, monomanía, necesidad borrosa, quién sabe.

Salir de compras. Por la mañana era un alegre proyecto. Por la tarde, un vago deber. Al anochecer, de compras ya, todo el desconcierto de una vida. Comprar una mecedora, ¿por qué una mecedora, para qué? Para la siesta, las tardes de siesta, las tardes tranquilas de sentarse al fresco, en la mecedora, meciendo el aire, meciendo el mundo. Para sentarse por la mañana, en las mañanas de ocio, cerca del sol y de la sombra, a leer el periódico. El vaivén de la mecedora. La mecedora poniendo vaivén a la vida, al matrimonio, al hogar, a la pareja. Poniendo vaivén al amor y a la soledad, a la compañía. Quitándole importancia a la vida con su movimiento, con su juego, quitándole gravedad a las cosas. Pero no hay mañanas de ocio ni tardes de siesta. Sí, las mañanas de los domingos. La mañana del domingo, con sueño, dolor de cabeza y embrutecimiento de la cena del sábado, es para pensar en el fracaso de la vida, para ver del revés las semanas, para verse en una pausa de luz viendo desde las escaleras de sombra del trabajo, la costumbre, las conciliaciones. Y las tardes de siesta, que son tardes de deseo frustrado, de lecturas a golpes, de libidinosidad abultada y quieta, sin destino, o con un destino único, penoso y no querido. La mecedora. Mecerse en la mecedora poniéndole una ligereza falsa a la vida, un vaivén de ir bien las cosas, de resolverse todo entre unas bebidas, con el optimismo industrial del frío del refrigerador. Entre dos luces, cuando la tienda iba a cerrar, en la calle larga y pina, compraron la mecedora.

El vendedor ya no se esperaba aquella venta de cierta importancia, a última hora, qué raro es el público. Estaba allí, entre la sombra de la tienda y la sombra de la calle, la mecedora estival, confortable y ligera al mismo tiempo, con su alegría de vaivén y cretona. En casa, la mecedora quedó varada, sin oleaje, aburrida, encallada en las arenas grises del hogar. Era un mueble más, un sitio más donde sentarse, una silla con alma de barco que no había navegado nunca entre el sol y la sombra de las mañanas alegres, de las tardes estivales. Hasta que nació el niño.

Ea, mi niño, ea.

La calle, los coches, el volante, el autobús, la cartera, el teléfono, los contratos, la máquina de escribir, la prisa, el vuelo silencioso, diario y pesado de los papeles. Hasta la vuelta al hogar, la penumbra, el niño en los brazos, echado contra el pecho, la cabeza en el hombro, bulto de olor, pero sin peso, manos de pétalo, contorno de calor. Entonces empezó a tener sentido y destino la mecedora. Un día, al azar, le habían puesto al niño en los brazos y él, por azar, se había sentado con el niño en la mecedora. Sencillos actos encadenados con la lógica inmediata de lo elemental. Ea, mi niño, ea. Duérmete, niño, ea. Eaminiñoea.

El niño se mueve lentamente, habla con frases de pájaro, se entreduerme, tiene los ojos abiertos en la sombra, hacia la luz doliente de la calle, con dulce terquedad La luz va muriendo en los ojos del niño. Los ojos del niño, más abiertos que durante todo el día, dan su luz máxima antes de cerrarse. La voz humana vuelve, en la garganta del niño, a su condición de gorjeo. El ronroneo oscuro del padre, el rumor navegante de la mecedora, la voz soleada del niño diciendo palabras de sólo sonido, frases sin palabras, sílabas inéditas. Ea, mi niño, ea.

Y las palabras del niño van quedando perdidas en la sombra, como los guijarros olvidados y blancos con que él ha jugado. La voz del padre y el oleaje de la mecedora se van haciendo más lentos, más profundos, más nocturnos. A veces hay un recrudecimiento, un acelerón, un despertar alegre del niño, como si fuese ya la mañana, tras una noche diminuta. Pero vuelve el rumor, el viaje, el parloteo desde el sueño. Ea, mi niño, etc. La oficina ávida, la calle enemiga, el hogar ahogado, todo se va borrando, se va quedando lejos, olvidado en el viaje de la mecedora.

La voz oscura y la voz clara se alejan, cumplen distancias, pasan zonas de luz y de sombra. La voz clara puntea con pinchos de sonido cada vez más espaciados y perdidos el campo crecido y oscuro de la otra voz. La paz no estaba en el sillón de cuero de gerente ni en el lecho espacioso y hambriento de otra mujer, ni en el resignado lecho cotidiano, ni en los veranos frenéticos, ni en el mar ajetreado ni en el sol punzante de la huida. Hacia la paz se viaja en una mecedora desconocida, que va tomando la forma de la familia, ea, mi niño, ea, y el color gris y dulce de la familia. Sin sueños, sin esperanza, sin lucha, sin hambre, sin sueño. El viaje igual con un niño en los brazos, el viaje hacia el sueño del hijo, todavía la cartera de los papeles de pie en el suelo, junto a la mecedora. Es un viaje corto que terminará cuando el niño se haya dormido completamente y se lo lleven a la cuna, con la última palabra musical y sin letras temblándole en los labios. Ea, mi niño, ea. Luego se vuelve a los ademanes, la memoria, los siempre tienes que ponerte así, la ceremonia mínima y triste de la cena. Pero el viaje dura todavía, es un olvido blanco y simple. Un balanceo inocente y abnegado. Mira qué bien nos ha venido la mecedora. La paz no era una cosa para leerla en los libros. La paz era viajar en una mecedora cabalgado por un niño que habla dormido. En el vaivén de la mecedora se va trazando una vida, un fracaso, una resignación, una distancia, un miedo, una soledad, una cobardía, un amor. Qué manera tan dulce e insospechada de renunciar. Ea, mi niño, ea. La mecedora está hecha para renunciar, para empequeñecer el mundo y empequeñecerse reduciéndolo todo al viaje breve y reiterado de atrás adelante, de adelante atrás. La mecedora es un mueble para renunciar.

Ea, mi niño, ea. Un dulce y mágico mueble. Un hipnótico e insospechado mueble. Quién nos lo iba a decir, cuando compramos la mecedora. La abnegación viene llena de dulzura y el niño, una vez dormido, da todo su perfume. Habían sido unos minutos de viaje y huida. Toda la imposible gratitud de la vida -ea, mi niño ea- en la voz clara, indescifrable y balanceada.

FIN