La medianera de Consola

Publicado el 27 septiembre 2013 por Aranmb

Resultó un día que Consola decidió que la casa de la familia era suya, lo cual no hubiera sido mayor problema si no fuera porque la familia en cuestión no era la suya, sino la nuestra. Aquello ocurrió a mediados de los 40, pero la afrenta fue tan grande que aún se recordaba en las cenas familiares de los 80 el día en que Aurora y César, azuzados por su tía, la bruxa, pintaron la columna del porche de negro -realmente lo pintaron de blanco, pero el tiempo y la rabia oscureció, supongo, el color en nuestro recuerdo- con el ingenuo objeto de que aquello les sirviera para quedarse con ella.

La casa antigua, antes de instaurar la cuadra de la polémica. La foto la hizo Florentino Martínez Torner en los años 10.

Ciertamente, la polémica acerca de la cuadra que Consola había instalado pegada a la casa familiar -la nuestra- ya traía cola desde hacía años. Nadie entendió por qué, tras volver de Cuba en los años 20, mi tatarabuelo Vitoriano había cedido la pared principal de la casa a Consola para que construyera una cuadra, precisamente en la época en la que la familia comenzaba a prosperar. La construcción del chiringo de Consola hizo que hubiera que cambiar la entrada de la casa: mis tatarabuelos pasaron de tener una casa de un solo piso, sobre la cuadra,  a tener una de dos, habilitando la cuadra como vivienda e invirtiendo una importante cantidad en las obras que le adjudicaron a Consola la que hasta entonces había sido pared de entrada. Las teorías, aún hoy, son tan dispares como fantasiosas. Puede que Vitoriano soñara con dejar de vivir en una antigua casa de aldea, cómoda y buena, sí, pero de aldea a fin de cuentas; con tener una chimenea y una escalera de semicaracol, porque ésas, efectivamente, fueron las primeras cosas que construyó. Hubo quien dijo que le había hecho el favor a Consola por un viejo y remoto parentesco familiar entre ellos. Incluso hay quien afirma que Vitoriano y Consola, en su día, de solteros, anduvieron de novios y de ahí venía todo: el favor, la cuadra y el odio mutuo entre la bruxa y mi tatarabuela María, la cual, sencillamente, atribuía lo de la pared a que Vitoriano había vuelto raro de cojones de Cuba.

Sea como fuere, Consola había construido su cuadra años atrás y, desde entonces, amenazaba día tras otro a María con que su casa  también le correspondía. Llegó, en fin, el 21 de noviembre de 1947 -tengo, frente a mí, la copia transcrita del juicio que mantuvieron las dos leonas, de ahí que conozca la fecha exacta-, en el que María se levantó, como cada mañana, para toparse con que la mitad de la medianera que separaba ambas casas, y que siempre había pertenecido a los nuestros, estaba pintada de blanco. María, que siempre había mantenido la fachada de un pulcro, tipiquísimo y, en cierto modo, hortera color azul cielo, subió la cuesta hacia casa de Consola resoplando para afearle el tema. La respuesta no se hizo esperar, y la bruxa, cito textualmente de las actas del juicio, “mofándose, decía, y continúa diciendo, que la repetirá (la acción) siempre que le apetezca, empleando, si llegara el caso, en vez de pintura, algo totalmente opuesto a todo fin ornamental.” Para hacer honor al rigor histórico, hay que decir que con lo que se ofrecía a pintar Consola la que creía su casa era mierda. O cuchu, todo depende de si en el momento de contar la historia había nenos presentes en la sala: yo obtuve el honor de escuchar la versión 100% auténtica cuando cumplí los 17.

La historia llegó a los tribunales, tan cansada estaba María de las insolencias de su ínclita vecina, y fue entonces cuando se descubrió que los autores de la hazaña habían sido Aurora y César,  sobrinos de Consola. Aquello cayó como un jarro de agua fría sobre mi tatarabuela, que siempre había profesado un cariño reverencial a los dos muchachos, aunque fuera éste un cariño de los que surgen más bien por la pena que por el roce. Años después, Aurora reconocería, con agua en los ojos, que había sido Consola quien les había obligado a pintar la medianera, y pedía perdón no tanto por la afrenta, que tampoco había sido tan irreparable, sino por todos los problemas que aquello había traído. Consola y María, como digo, se vieron en los tribunales, como dos famosas de hoy en día, y el abogado no se anduvo con chiquitas: en los papeles leo que se acusa a Consola de “incontenible agresividad” y que, con el polémico pintado de la medianera, salta a la vista su “maldad y osadía”.

Tras el desfile de testigos, entre los que se encontraban varios de los mozos a los que, en su día, había perseguido Consola con la traenta y el grito en alto por haberlos encontrado metiendo la mano por partes prohibidas del cuerpo de su sobrina y también, por aquello de la objetividad, antiguos pretendientes de mi bisabuela -en un pueblo raro es no encontrar semejantes relaciones románticas por todas partes-, el juez dictó sentencia. Resultó que, legalmente, la casa y la medianera eran de mi tatarabuela, que Consola tenía que pagar las costas del juicio y que, si no deseaba meterse en más líos, se habría de abstener de “inquietar ni perturbar” a María. Pero más importante que lo que dictase el juez sería lo que aquella afrenta, tan aparentemente inofensiva como molesta, supondría para el recuerdo de Consola: a partir de entonces, y para quienes hoy lo podemos recordar, la vieja se convertiría en archienemiga de María y, por tanto, en némesis absoluta de todos los nuestros. “Consola, la mala” acababa de nacer oficialmente. Y aún no ha habido nadie que se atreva a quitarle el funesto título.