-Al menos -dijo Juan Luna- eso es lo que los viejos nos contaban a los chicoscuando éramos niños.
-En verdad -contestó José Pedraza-, nunca se entendería el mirador sin este olmo. Testigo de mil historias contadas o vividas bajo su sombra en verano, o como paraguas protector de la lluvia en los días oscuros y fríos del invierno. Cuántas escenas de amor habrá contemplado. Cuántos besos. Cuántos abrazos de adolescentes antes de que se encendieran las luces de las calles al anochecer, hora de llevar a las chicas a casa.
-Y cuántas despedidas -apostilló Juan Luna-. Aunque el más hermoso del pueblo era el olmo de la plaza. Allí se situaban discretamente las madres, el día de la fiesta, para observar con quién y cómo bailaban sus hijas.
-O el olmo de la plaza de la iglesia -dijo José Pedraza-. Donde, a su sombra, las mujeres tejían la lana, cosían o remendaban los pantalones, y daban la vuelta a los cuellos de las camisas de sus hijos para devolverles el aspecto de nuevas, o hacían encaje de bolillos a tal velocidad que no se les veían las manos, y zurcían sus medias con un huevo de madera, ¿recuerdas?Una obra llena de sensibilidad, escrita con talento, emoción y ternura.
La melodía del tiempo (Amazon)