Comúnmente los sábados voy de paseo por dos o tres horas, a veces incluso toda la tarde, al centro de Santiago, pero no simplemente a dejarme ser asaltado por el primer delincuente con fortuna, o a mirar a los demás caminar al igual como yo los imito, sino que lo hago por comodidad. Hay algo en sus calles, en su aire y aroma, quizás en toda su riqueza que, posiblemente, muy pocos logran ver. Pero me enfocaré en contar un día objetiva y subjetivamente. Fue en que, tras caminar cuadras y cuadras, me detuve a por un respiro y me senté en una de tantas bancas que había, era una plaza que se extendía por toda Alameda. El piso era de tierra granizada, semejante a la arena del caribe. Estiré cuanto mejor pude mis pies en ella, sentí el crujido de estas mientras más profundo lo hacía, y me relajé por un buen tiempo. Pensé en diferentes cosas, en la primavera que estaba en sus mejores etapas ya, en los atardeceres mientras los veía desde una imaginaria montaña, y en un poema de Lihn que me hacía pensar en más cosas, cosas adversas a las anteriores dichas. Y sucedió entonces lo que hasta el día de hoy recuerdo a la perfección.
Mis ojos estaban cerrados y solo percibía el ruido de la atmosfera que me envolvía, por lo que no pude ver al hombre que se sentó a mi lado segundos antes de que lo hiciera. Despabilé de inmediato, a principió me cegué ya que el sol estaba detrás de su figura. Pude distinguir, entre el resplandor que se formó, un cuerpo totalmente ennegrecido, no traía cabello, eso sí pude notarlo perfectamente. Además, vestía de un traje quizá color café, o color caqui, resultó ser café con delgadas líneas negras. Al recuperar mi vista pude ver su cuerpo tal como era para todos, se trataba de un anciano, sin cabello, claro, y con una sensible barba añeja y canosa. Su piel era clara, delicada, y arrugada. A comienzo el señor obvio lo inquietante que se me hacía su figura, o quizá era un maestro en no entrar en pánico o nervios. El sólo dedicaba a mirar su frente, había árboles solamente, inmensos de grosor, posiblemente tendrían ya sus buenas décadas. También corrían niños, cinco o más, todos sonreían, y con el brillo del sol de tarde me parecía una linda imagen para recordar. Pero cómo puede perderse en algo tan simple, pensé yo. El viejo seguía obviado en eso, las manos le reposaban en sus piernas. Suspiró, fui consciente de ello, pues me volví de inmediato a él. En qué piensas, me preguntó, tenía una voz suave y angelical que, pese a ser seca, me gustaba ya. Una pregunta demasiada compleja, pues cuando uno está sereno no piensa en nada, le respondí. El pareció meditarlo por un momento, y sonrió. No seas terco, muchacho, dijo, siempre estamos pensando en algo, inclusive cuando soñamos. Me dejé llevar por sus palabras, parecía encontrarle razón en ellas. Por ejemplo, siguió, yo pienso en la niñez, al ver a esos niños jugando entre ellos me resulta muy triste. Por qué, le pregunté. Porque cuando niño no tuve lo que ellos, y apuntó a quienes jugaban, tenían. Me hacía ya una idea, pero preferí que siguiera. Yo a sus edades estaba en un hogar de menores, por las mañanas estudiaba, y por las tardes me dedicaba a ayudar a una editorial a repartir sus números por la ciudad; lo que ganaba lo gastaba de inmediato. Por qué, volví a preguntar. Chico, se volvió a mí, vi su rostro por completo, allá eran buenos olfateadores, te lo quitaban y terminabas con una paliza o, si tenías suerte, intacto. Luego le pregunté en qué gastaba su dinero. En libros y una que otra galleta para el camino, me respondió.
Continuamos conversando, me contó con aire de añoranza y melancolía, sobre haber conocido a grandes escritores en sus inicios, cuando apenas uno que otro conocía de ellos. Conoció a Francisco Coloane una tarde de lunes mientras paseaba por paseo Ahumada. ¡No me diga!, le dije y el sonrió. Claro, chico. También me habló del día que cayó la moneda tras los bombardeos del once de septiembre, sólo dedicó a contarme dónde estuvo ese día y lo que se encontraba haciendo. Resultaba que, resumiendo lo mejor posible, el era profesor de la Universidad de Santiago. Ese día, el caminaba por las afueras del campus cuando, a lo lejos, logró ver a un buen alumno y amigo suyo. ¡Camilo!, le gritó a lo lejos, la voz suya retumbó por las paredes y suelo de Santiago. Entonces el se volvió a mí, me dice, y me lanzó una mirada fría, como si nunca en la vida me hubiera conocido o sabido quien carajos era yo. Y moduló algo, que a lo lejos pude, gracias a Dios, muy bien. Qué le dijo, pregunté sin percatarme en la mirada del viejo, parecía estar al borde del llanto. No me siga, Profesor, fue lo que me dijo, y yo pude entender perfectamente lo que acabaría por pasar si es que me hubiera acercado a Camilo, como también entendí lo que pasó con él luego de que yo me devolviera a la sala de profesores. Ese día lloré hasta que concilié el sueño, prosiguió. No sabía como reaccionar luego que cayó, su mirada era perdida, los niños ya no estaban, los habrían entrado sus madres quizás. Pero recobró su viveza que poco conocía, me miró, una lanza cristalina me llegó al mirarlo directamente. Y entonces, continuó el viejo, en qué piensas, chico. En la primavera, respondí, en la infancia, y en la belleza que tenemos los humanos. El sonrió y miró al suelo, ya era tarde, yo me perdí en el crepúsculo hecho en la lejanía por unos segundos. Bueno, dije mientras me levantaba, debo irme. El asintió sin decir palabra. Volveré a estar aquí, respondí, siempre vengo a este lugar, y me gustaría volver a oír una historia suya. Volvió a sonreírme, esta vez me miraba. Chico, estás en un lugar de historias, me dijo. Y lo entendí perfectamente. Nunca más volví a verlo, todos los sábados me ganaba en la misma banca, me pasaba tardes completas, pensando en su recuerdo y en la historia de Camilo, pero él no llegaba. Quizá ya murió, pensé, y al cabo de semanas siguientes, me convencí de ello. Y nunca me olvidé de lo que pensé esa tarde, la primavera, la poesía de Enrique Lihn, y en la belleza que tenemos los humanos, aunque sólo algunos, y el viejo sin dudas, fue el mejor.