Puede que fuera el hombre de la foto. Puede, es lo más probable, que no lo fuera. De todos modos, habría de parecerse: mismo oficio, una época aproximada. El hombre del que hablo, como el que se retrata aquí en plena faena de recoger sus herramientas, era hojalatero, una profesión, como él mismo, condenada a desaparecer en el tiempo. Probablemente, y sólo probablemente, aprendiera tales artes ya de niño, en un pueblo perdido de la Villaviciosa de la segunda mitad del siglo XIX, explotado como aprendiz por un viejo maestro. Esto indica, podría ser, que sus padres quizás no fueran del todo pobres, humildísimos jornaleros cuyos hijos por fuerza habrían de estar abocados irremediablemente al trabajo del campo. O tal vez lo fueran, pero demostrasen una inusual imaginación en lo de adjudicar tareas a sus niños. De que la tenían, eso seguro, es prueba más que palpable el extraño y aristocrático nombre que le pusieron a este hijo. O no. Puede que la imaginación la tuviera el cura de la parroquia cuyo nombre tampoco conocemos; o puede también que no la tuvieran ni los unos ni el otro y quien hablase fuera el santoral del día. En este caso, habría nacido nuestro hombre un 13 de marzo. Quién sabe.
Y ya está. No hay más. Que su hijo, Emilio, se casó con una moza de Luces en 1903. Que Generosa y él constaban como padres, claro, y siempre sin el segundo apellido, porque con lo singular de sus nombres y apellidos ya bastaba. Y a partir de entonces, el recuerdo del hojalatero se difumina. No hay más. No hay anécdotas, ni imágenes, ni historias más allá de lo que está sobre el papel. No hay alma. Damnatio memoriae.
Se llamaba, eso sí es seguro, Salomón Margolles, y era mi tatara-tatarabuelo. Puede que ya sea mucha información para un tatara-tatarabuelo que se queda demasiado atrás en el tiempo. Pero también puede que no lo sea. A fin de cuentas, todos llegaremos a serlo en algún momento, y no por eso tiene derecho el tiempo a hacer desaparecer nuestra memoria. Ni la nuestra, por tanto, ni la del hojalatero de Colunga.