La objetividad, la consideración de lo que ocurre fuera de nosotros, sin añadir a su comprensión la contaminación explicativa que suponen nuestros estados emocionales, en suma, el desencantamiento del mundo, ha sido el resultado de un gran esfuerzo; un esfuerzo que ni siquiera constituye la meta final a la que ha de llegar nuestra cosmovisión de las cosas, puesto que, una vez llevado a término en gran medida por la cultura occidental, empieza a hacerse manifiesta la necesidad de añadir a la objetividad conquistada –de la que inevitablemente habrá ya que partir–, nuestra implicación emocional, es decir, volver a encantar el mundo de alguna forma… pero eso es otra historia que excede de los propósitos de este artículo. De momento hemos de contentarnos con entender cómo se desenvuelve esa parte de nosotros que aún está sumergida en ese gran iceberg de subjetividad y emotividad anteriores a la posibilidad del pensamiento empírico, del pensamiento subordinado a los hechos.
La objetividad es un logro del proceso de individuación; es cuando el individuo aparece en la historia, emergiendo por encima de la colectividad en la que hasta entonces había permanecido completamente subsumido, cuando empieza a hacerse capaz de salir de sí y observar el mundo tal y como es, desalojando poco a poco las contaminaciones que producía su subjetividad.“Con el desarrollo de la individualidad –dice, efectivamente, Jung– (…), corre pareja la despsicologización de la ciencia objetiva”. Por el contrario, “cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo. En lugar de individualidades observamos únicamente una vinculación colectiva o ‘participation mystique’ (…) Si de algo es incapaz una mente orientada colectivamente es justamente de pensar y sentir de otra manera que mediante proyecciones. Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”.
Cuando el hombre forma parte de una masa (no necesariamente física, el vínculo con ella puede ser meramente espiritual), su nivel de alerta mental desciende, tiende a sustituir el esfuerzo analítico por la interpretación animista de los acontecimientos, o sea, por lo que viene a dar sentido a estos en cuanto que convertidos en revestimiento o prolongación de vivencias subjetivas. Es como si el estado de vigilia fuera atenuándose y transformándose en algo parecido a un estado hipnótico o, cuando menos, en enlentecimiento de las funciones mentales.“La experiencia del grupo –dice también Jung–tiene lugar en un nivel de consciencia más bajo que el de la vivencia individual. Es un hecho indiscutible que cuando se junta mucha gente, unida por un estado de ánimo común, de ese grupo resulta un alma colectiva que está por debajo del nivel del individuo (…) Es inevitable que la psicología de un montón de personas descienda al nivel de la chusma”. En ese estado de decaimiento del alerta y de la claridad mental, las personas se hacen más sugestionables, como si se rindieran y cedieran la responsabilidad de sus actos y decisiones a la colectividad. Prosigue Jung: “El estar reunido con muchos otros tiene una gran fuerza de sugestión. El individuo que forma parte de la masa es fácil que se convierta en víctima de su capacidad de sugestión. (…) En la masa domina la participation mystique, que no es otra cosa que una identificación inconsciente (…) Si se intensifica ese estado, entonces uno se deja arrastrar, literalmente, por la ola de la identidad común (…) (porque de esa manera) me crezco con el grupo (…) es un camino fácil y cómodo para hacer subir de categoría a la personalidad”. Mientras que aquel que se sustenta en su propia individualidad, en esa misma proporción deja de buscar apoyos colectivos en los que sostener su aprecio de sí mismo, el que busca el respaldo de la masa lo hace porque, incapaz de afirmarse sobre sí mismo, contrarresta de esa manera su sentimiento de insuficiencia. Sería el mismo recurso que utiliza el niño que, sintiéndose débil y vulnerable, se identifica con, para empezar, las figuras paternas que vendrían a compensar y contrarrestar su debilidad. Ese mismo mecanismo explicaría que, dice asimismo Jung, “todas las tribus primitivas que poseen un orden social comunista tienen también un cacique que ejerce sobre ellas un poder ilimitado”. El cacique es la figura paterna (“papá” le llamaban a Stalin) en la que viene a concentrarse la fuerza de la colectividad.
El liberalismo vendría a ser la traducción a términos políticos de ese proceso histórico que desemboca en el surgimiento del individuo, que acontece inicialmente dentro de la civilización occidental y que tiene su punto de inflexión más decisivo en el Renacimiento. Precisamente, ese proceso de individuación ha cursado en paralelo con el desarrollo del pensamiento subordinado a los hechos y del método científico en el estudio de los fenómenos, que fundamentó el gran avance de la ciencia y de la tecnología que tuvo lugar a partir de entonces, así como de la subsiguiente Revolución Industrial. Y de la mano de las ideas liberales, herederas de aquella perspectiva que emergió en el Renacimiento y culminó en la Ilustración, que hacían al individuo autorresponsable, es como los países han prosperado políticamente (hacia la democracia) y económicamente (hacia la libre empresa).
Sin embargo, las ideologías colectivistas siguen plenamente activas y amenazando esos fabulosos avances históricos que surgieron con la individuación y el pensamiento subordinado a los hechos. Son ideologías sustentadas en última instancia no en el análisis de la realidad, sino en cosmovisiones mitológicas que surgen de aquella “participación mística” de la que antes hablábamos. Un ejemplo de ello, que va incluso más allá que la interpretación mítica de las cosas, hasta traspasar los límites del esperpento, puede verse en la visión nacionalista que mantiene Víctor Cucurull, miembro del Secretariat Nacional de la ANC, la Asamblea Nacional Catalana, entidad de la sociedad civil que ejerce de motor del proceso encaminado a la independencia de Cataluña, y que se muestra en este vídeo: http://dolcacatalunya.com/2014/06/01/reir-y-no-parar-vea-a-un-lider-de-la-anc-contando-la-historia-nacionalista-de-cataluna-2/
Pero estos fundamentos míticos se pueden rastrear en todas las ideologías que aspiran a sustituir la iniciativa privada por la totalitaria directriz colectivista. Todas ellas participan del mito del eterno retorno, según el cual de lo que finalmente se trata es de regresar a la Edad de Oro que alguna vez se perdió (la nación usurpada, el estado de comunismo primitivo a partir del cual fuimos degenerando, el estado de naturaleza arrebatado…). Aunque las élites de los grupos que defienden estas ideologías puedan alcanzar una sofisticada elaboración intelectual que sirve de camuflaje a eso que en el fondo no es sino pensamiento mítico, la forma básica de proselitismo que utilizan no es tanto el argumento racional (salvo, fundamentalmente, la emisión de consignas simples y repetitivas), como el contagio emocional, en donde, como mínimo, lo emocional prevalece sobre la consideración de los hechos objetivos. Y ese contagio emocional puede llegar a ser embriagador y euforizante, y en esa medida, arrollador: Podemos en las últimas elecciones al Parlamento europeo (finales de mayo) tuvo el 7,97 % de votos. Hoy (principios de julio) ya está en el 12 %, según las encuestas.
Cuando una ideología política deja de tomar en consideración los hechos, la realidad objetiva, y en sus análisis los sustituye por las sugestiones emitidas por el pensamiento mítico, es decir, utópico, puede, efectivamente, llegar a conectar con ese sustrato emotivo y prerracional que nos sustenta y seducir a importantes capas de la población. Pero las experiencias históricas al respecto, las que nos muestran el comportamiento de grandes masas seducidas por aquellas ideologías de raíz mítica y, eventualmente, por caudillos carismáticos, que tanto se prodigaron en el siglo XX, incluso cuando tales ideologías y líderes lleguen a estar tamizados y edulcorados por la posmodernidad, a algunos nos siguen resultando pavorosas. Lo que unido al panorama que, por el otro lado, nos ofrece un sistema establecido rebosante de corrupción, ineptitud y naufragio de las instituciones, deja nuestras fuentes de optimismo a punto de la desecación.