Si nuestra mente está diseñada para autojustificarnos, más que para buscar la verdad, es porque la reputación social lo es todo para nosotros. Es mucho más importante dar una buena imagen ante los demás que ser verdaderamente virtuoso, sobre todo si dicha virtud no es apreciada por nuestros semejantes. Nos esforzamos más en aparentar que nuestra posición es la correcta en un determinado asunto que en indagar en la solidez de dicha posición, como si nuestras ideas fueran algo tan valioso que hay que protegerlas sin excusas frente a cualquier cuestionamiento. Quizá la visión de la mente humana de David Hume fue la más acertada, ya que intuyó que nuestros cerebros funcionan a base de procesos emocionales e intuitivos y luego utilizamos el razonamiento para defenderlos contra viento y marea. Eso nos hace inmensamente partidistas y difíciles de convencer frente a otros que están igualmente seguros de que su posición es la correcta: la razón raramente puede con la intuición.
El neurocientífico Gary Marcus explica muy bien cómo se conforman desde temprana edad estas ideas en nuestras mentes que luego son tan difíciles de erradicar, nuestros cerebros vienen ya preconfigurados, lo cual no quiere decir que nuestras vivencias no puedan cambiarlos:
"La naturaleza proporciona un primer borrador, que luego la experiencia revisa (...). Que algo esté "incorporado" no significa que no sea maleable; significa "organizado antes de la experiencia"."
Al final este egoísmo que nos define tiene que adaptarse a la cooperación con otras personas en competencia con otros grupos, ya que aquellos que mejor sepan trabajar juntos y dividir las tareas serán los que prosperen. El atruismo se basa en gran parte en la necesidad de reconocimiento frente al grupo. Y esta necesidad de socializar para conseguir metas cada vez más altas tiene que ver con el nacimiento de la religión, puesto lo Sagrado, aunque se base en creencias irracionales, consigue dotar de una extraordinaria cohesión a las sociedades humanas, sobre todo cuando no existe parentesco entre todos sus miembros: la moralidad puede unir a la vez que ciega.
Saber que no existe una única moralidad universal ayuda extraordinariamente a comprender el pensamiento de los otros, ya que las necesidades y las circunstancias a lo largo del tiempo y en diferentes lugares son muy distintas: aunque yo no persiga unos determinados valores, tengo que ser capaz de entender las motivaciones de quien sí lo hace. Si en política unos gravitan hacia la izquierda y otros hacia la derecha, esto no suele tener que ver con los conceptos del bien y del mal, sino con aspectos muy arraigados en la mente humana y que se han ido desarrollando en un sentido u otro a través los años. Comprender moralidades diferentes - incluso las más difíciles, aquellas que chocan con nuestro concepto de derechos humanos - es la herramienta imprescindible para una convivencia pacífica. Una conversación profunda y sin prejuicios con quien piensa diferente en muchos temas fundamentales puede deparar numerosas sorpresas. Las mejores sociedades no son las que albergan un pensamiento único, sino las que se encuentran permanentemente debatiendo en libertad entre diferentes posturas que nunca deben ser irreconciliables.