La mente de un elefante asesino

Por El Ojo De Darwin

Si quisiéramos construir un androide, además de fabricar un cuerpo deberíamos crear una programación. Escribiríamos un código con una serie de normas o leyes que ordenasen a nuestro robot la forma en la que debe comportarse. Indicaríamos qué es lo que debe tratar de hacer. Por ejemplo; reproducirse.

Para que nuestra creación consiga su objetivo principal tendríamos que programar una serie de funciones que necesita realizar antes. Conseguir material para construir las réplicas sería una tarea importante para la misión. Habría que programar al androide con el código necesario para realizar con éxito dicha tarea. Deberíamos darle los medios y habilidades necesarias para conseguir su objetivo. Podríamos por ejemplo darle movimiento.

A medida que trabajamos en el programa, vemos que este va ganando complejidad. Programamos las reacciones que debe presentar ante los estímulos del medio en el que desarrolla su actividad. Nuestro robot deberá también saber reaccionar ante las reacciones de otros seres, ya sean aliados o competidores. Así que pasamos de algo muy sencillo a algo bastante enrevesado, donde algunas de las normas deben imponerse a otras que las contradicen.

Sin embargo, cada acción de nuestro androide podría ser explicada por el código que nosotros mismos hemos programado para su comportamiento. Las ordenes superiores siempre se impondrán a las consideraciones menores, y como resultado veremos que como norma general reacciona siempre de la misma forma ante las determinadas circunstancias, desde el día en que lo ponemos en marcha hasta el día en que lo apagamos.

Los seres humanos también somos poseedores de un código por el que se ve guiada nuestra actividad biológica: el genoma, o lo que la mayoría conocemos como el ADN. Esta información genética se encuentra insertada en cada una de nuestras células en forma de grandes moléculas que se enroscan sobre sí mismas una y otra y otra vez quedando condensadas en el núcleo, desde donde dirigen el metabolismo y la actividad de la máquina biológica que los contiene. Tal como un programa.

Sería erroneo sin embargo que ahora pensemos que nuestra actividad y conducta está sólamente condicionada por esa programación básica.

Observamos que nuestra conducta cambia con el tiempo, y sin embargo nuestro “código fuente” sigue siendo el mismo desde el día en que se fusionaron los gametos de nuestros padres.

Es cierto que la información escrita en el ADN se manifiesta de distintas formas a lo largo de nuestra vida. Las funciones, líneas de código, o genes, no tienen porqué expresarse siempre del mismo modo. De hecho pueden estar ahí sin hacer nada durante toda o casi toda la vida. Por ejemplo, vemos que existen diferentes etapas en la vida de los organismos en las que se comportan de modos radicalmente distintos. Pensad en una mariposa, que nace siendo oruga, pero luego cambia y se transforma en un grácil ser volador de delicados colores.

Nosotros también pasamos por diversas etapas en nuestra vida. Nacemos siendo unos bebés pequeños e indefensos. Sin consciencia de nosotros mismos. Crecemos siendo niños, y luego llegamos a la pubertad donde experimentamos un montón de cambios en nuestro cuerpo y en nuestro comportamiento.

Pero sería ingenuo asumir que todos los cambios que experimenta el comportamiento de un ser humano a lo largo de su vida están marcados por ese código que llevamos escrito, por la información genética.

Nuestra conducta, a diferencia de la de un champiñón, se ve afectada por las experiencias que vivimos en el transcurso de nuestra vida. ¿Cómo es posible? ¿A caso las experiencias que vivimos hacen mutar nuestro ADN para que cambie nuestro comportamiento? ¿Podría una mala experiencia en una piscina afectar a nuestro genoma para que éste decidiera que a partir de entonces le tendremos miedo al agua? No.

Lo que ocurre es que, impresas dentro de ese código que nuestros padres nos han transmitido, se encontraban las instrucciones para que nuestro cuerpo fabrique un maravilloso y singular órgano llamado cerebro. Éste es construido a partir de los planos que viajan adjuntos en el ADN, pero una vez terminado el cerebro es una máquina independiente que funciona por su cuenta de forma extraordinaria.

El encéfalo, igual que el resto del sistema nervioso al que pertenece, está formado por un tipo de células especializadas denominadas neuronas.

Estas células, por sí solas, no son más listas que el resto. Contienen en su núcleo la misma información genética que todas las demás células de nuestro organismo. Pero las neuronas están especializadas en transmitir pequeños impulsos electricos, llamados en este caso impulsos nerviosos. No es el código genético lo que determina toda nuestra conducta, sino que también juega un papel esencial la red de miles de millones de neuronas que se transmiten información unas a otras mediante impulsos nerviosos, formando así una máquina que procesa y reacciona ante los estímulos del medio.

Nuestra mente, creada por el cerebro, es moldeada a través del tiempo por las experiencias que vivimos. Algunas de ellas serán superfluas y no tardaremos en olvidarlas. Otras en cambio, nos causarán un gran impacto, y marcarán nuestra forma de ser para el resto de nuestra vida. Algunos de estos sucesos son tan fuertes y nos marcan tan profundamente que en psiquiatría reciben el nombre de traumas psíquicos.

En 1979 la banda británica de rock Pink Floyd lanzó su album “The Wall” (El Muro) que trataba sobre los traumas sufridos por un joven que a causa de ello se encontraba mentalmente enfermo.

The Wall (El Muro) simboliza una barrera que el protagonista de la obra construye a su alrededor a lo largo de su vida para protegerse del mundo. Cada mala experiencia que vive, cada trauma, es simbolizado como un ladrillo más que se añade al muro.

El trauma produce un daño emocional en la mente de la víctima o paciente. Parece algo muy “humano”. Pero los seres humanos no somos los únicos que tenemos mente, ni capacidad emocional.

El cerebro se ha desarrollado en muchos otros animales. Y además, en algunos de ellos han madurado capacidades cognitivas similares a las nuestras. Unas cuantas especies de animales demuestran también ser empáticos. Sobretodo aquellas especies que vivien en grupos y cuya vida social es rica y sus relaciones son complejas, como nuestros parientes primates; los chimpancés, los bonobos, los gorilas, los orangutanes… O como los cetáceos; las ballenas y delfines, que son animales extremadamente inteligentes y sociales que tienen lenguaje y cultura propias. Y hasta cuando se encuentran dos delfines de diferentes especies tratan de comunicarse en un lenguaje intermedio para poder entenderse según ha descubierto recientemente la bióloga Laura May-Collado, de la Universidad de Puerto Rico (Leer más).  E incluso los cánidos, Como nos muestra el famoso encantador de perros Cesar Millan, que nos entretiene con sus televisivas aventuras, al mismo tiempo que aprendemos que los animales también tienen vida emocional.

El elefante es uno de esos animales sociales. Viven en manadas gobernadas por las hembras de mayor edad y experiencia. Son animales empáticos que presentan claras respuestas emocionales ante la muerte de un compañero (video1, video2).  Realmente se hace extraño ver a unas criaturas tan grandes y distintas a nosotros mostrando unos comportamientos tan “humanos”. Y es que sería lógico pensar que tales bestias, con su enorme volumen, no precisan de una mente demasiado despierta. Pero la realidad es que los elefantes pertenecen al selecto club de animales que superan la prueba del espejo. Una prueba que trata de determinar si un animal es o no consciente de si mismo.

Los elefantes son herbívoros tranquilos, y sólo recurren a la violencia cuando se sienten amenazados. Sin embargo, en los últimos años se volvieron más agresivos. En algunas partes de Asia y África, embisten contra los autos, casas y, a veces, barrios enteros sin ser provocados. Más de 500 personas fueron muertas en los últimos cinco años solamente en dos estados de la India. En Sri Lanka, los ataques de elefantes matan a cuarenta personas por año, contra 12 muertos anuales en la década del 80. Hace dos meses, un turista inglés fue aplastado por un elefante durante su luna de miel en Sudáfrica. En julio, otro paquidermo invadió una casa en Sumatra (Indonesia), y asesinó a su dueño con la trompa.

Nos cuenta Duda Teixeira en este artículo. Pero la cosa no se queda ahí.

En julio del 2005, tres elefantes fueron abatidos en el Parque Nacional Pilanesberg, en Sudáfrica, después de matar 63 rinocerontes y atacar autos con turistas.

Bien, pues un grupo de científicos se puso a estudiar estos casos en busca de una explicación a tanta violencia. El estudio fue publicado en la prestigiosa revista Nature, y en él se concluye que los elefantes que cometen estos actos responden a los síntomas de estres post traumático (post-traumatic stress disorder): Respuesta anormal a los sobresaltos, depresión, comportamiento antisocial impredecible, e hiperagresividad.

Los investigadores apuntan a los traumas infantiles que puedan haber sufrido estos animales al ser testigos de las masacres, que por el preciado marfil, cometen los furtivos con las familias de elefantes como el posible origen de su trauma psicológico. También indican que la ausencia de una estructura social típica, con una matriarca en la manada, puede influir negativamente en el desarrollo de su comportamiento emocional.

Otra de las causas también podría ser la drástica reducción del hábitad que están sufriendo estos animales, quienes compiten en Asia con el ser humano en una guerra abierta por el territorio. Una guerra en la que hay víctimas mortales en los dos bandos, cosa que hace que la situación se ponga todavía más negra.

Soñamos con el día en que encontremos vida inteligente más allá de nuestro mundo, perdida en algún rincón del espacio. Un ser que piense y sienta como nosotros, un lejano amigo que nos comprenda desde la constelación de Virgo. Pero nos olvidamos, que en nuestro planeta ya existen tales seres. No estamos solos. Tal vez sea necesario conocer el lado oscuro de la mente de un animal para poder reconocernos a nosotros mismos en él.

Nuestro ficticio androide nos maravilla y asombra, pero queda aún muy lejos de la complicada mente de nuestros hermanos animales.

Referencias:

*Agradecimiento especial a J.M. Hernández