Por Jorge Garacotche
Corría el invierno de 1971 y un compañero de colegio del barrio de Versailles me invitó un sábado a la tarde a su casa a escuchar música. El hermano, que era varios años mayor que nosotros, trabajaba en una radio y conseguía discos nuevos e importados. Comenzaron a desfilar un número importante de bandas desconocidas para mí, hasta que llegó el turno de una muy especial. Resultó tan distinta al resto que pregunté de inmediato quiénes eran, de dónde y cómo se llamaba el tema en cuestión. Es que las canciones y grupos se sucedían, las novedades venían desde diferentes ritmos, pero acá me detuve porque la potencia era inusitada, mucho más salvaje pero además sofisticada, un cruce atípico. La guitarra y el bajo marcaban lo mismo, pero resulta que noté que la batería también, entonces todo tenía un peso mayúsculo, sonaba súper agresivo. El asunto fue cuando apareció una voz, como de lejos, prolongando la “A”. Tremendo, estaba a punto de saltar de la silla, era lo menos que podía hacer llevado por estos cuatro locos que parecía que iban a hacer todo lo posible por hacer explotar la casa. Dos acordes de la guitarra que fueron dos trompadas al mentón y el cantante arremetió. Los agudos se clavaban en mis orejas, parecían dar vueltas adentro de ellas, el pibe iba de lo salvaje a lo intimista de un saque. Cuando quise reaccionar ya estaba totalmente enloquecido, el cantante era un gran responsable, ayudado por tres bestias que, desde atrás, empujaban tratando de llevarse todo puesto. Definitivamente desconocía este estado en el que estaba, el chabón trajo whisky y tomé con desenfado sin parar de estar en un trance cuasi violento. Recuperé algo de cordura, volví a preguntar, entonces respondió: “es Led Zeppelin, por supuesto que son ingleses y el tema se llama Canción del inmigrante”. Respondí que había leído algo sobre ellos, que los definían como rock pesado, pero no supe más qué acotar. Mientras tanto la canción iba terminando, les aseguro que mi tranquilidad también. En un momento hicieron un corte y se escuchó un mazazo en el platillo, me preguntaba de dónde carajo había salido este batero que parecía un herrero tocando la batería, tuve la sensación que le pegaba más fuerte que nadie, como con bronca. El cantante volvió con la “A” y ya no sabía si se estaba ahogando o levantaba vuelo con rumbo vaya uno a saber dónde.
El lunes posterior me fui a una disquería de Villa Crespo, le comenté al dueño lo sucedido, dijo que tenía ese disco simple, lo buscó y me lo entregó sonriente. El vendedor, al que yo conocía, calzaba una pinta más cerca de la oficina que del rock pesado, pero vaya uno a saber qué pensaba en realidad del asunto, por algo estaba ahí a pesar del disfraz de amargo.
Conseguí que en el barrio varios se compren este disco, también en el colegio; se ve que comunicaba mis gustos con mucho énfasis por esos años. Recorté esa foto de la Pelo y la puse en la carpeta negra de la escuela, por supuesto que superaba por lejos a todas las boludeces que escribía en esas hojas de repuestos Rivadavia, encima con el nombre de ese delincuente.
Tiempo después conocí a un chabón de mucha guita, no me acuerdo cómo ni dónde, será mi condición de curioso sin cura que me llevaba a lugares tan distintos. El asunto es que este chabón me mostró una revista inglesa en donde se hablaba de “Inmigrant song”. Dominaba muy bien el inglés de manera que leía traduciendo al instante: “mirá, acá dice que el tema está dedicado a un tal Leif Erikson. Robert Plant la canta desde la perspectiva de aquellos guerreros vikingos, remando al oeste de la antigua Escandinavia, a la búsqueda de nuevas tierras. Su ritmo regular evoca la determinación con la que los exploradores y sus remos van golpeando en el agua, mientras la letra hace referencia a las épicas conquistas de los vikingos y la vieja religión de los nórdicos”. Luego cerró la revista y agregó por su cuenta: “en una parte de la letra hay una frase que incitó a algunas personas a empezar a referirse a la música de Led Zeppelin como the hammer of the gods, algo así como el martillo de los dioses”.
Con esta canción empezó mi fanatismo con Zeppelin y hoy sigue gozando de muy buena salud. Es una de las bandas que siempre recomiendo escuchar, en todos los tiempos. Hay algunos discos de ellos que no pueden faltar en un mueble disquero, la compu, tiendas, celulares o cualquier cosa a inventarse; Zeppelin siempre nos va a sonar actual.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).