Por Jorge Garacotche
A la vuelta de mi casa, en la esquina de Aguirre y Darwin, solía pararse a tomar sol un personaje particular, el polaco Simón. No recuerdo bien pero tenía que ver alguien de su familia con mis viejos, creo que compartieron el mismo conventillo o eran vecinos, por esa razón él me tenía más por ser el hijo de Pirucha y el Zurdo que por mi nombre. Simón era un habitual admirador del sol a media máquina de las mañanas villacrespenses. Se sentaba en algún umbral o caminaba desde esa esquina hasta las vías del tren y volvía. Un tipo alto, de fuerte contextura, brazos largos de boxeador, pelo rubio pero en una gama extraña. Se movía toscamente, cansino, aparentaba muchos más años de los que tenía, la piel de la cara se encargaba de dichas confusiones. Su mirada buscaba la sonrisa pero pocas veces la encontraba, más bien le era esquiva. La suya era una mirada melancólica, fantasmal, como si tuviera entre manos una anécdota triste para recordar a cada instante. Los ojos claros siempre parecían humedecidos, sobre todo cuando hacía frío. Tenía fama de ser un gran bebedor de vodka, lo cargaban con eso y entonces ahí sonreía algo, pero no mucho. Hablaba muy poco, creo que la mayoría de los que no lo conocían pensaban que era mudo, pero no, de vez en cuando decía algo que yo no descifraba y se quedaba pensativo.
Siempre tenía a mano en sus viejos pantalones anchos algún caramelo para regalarme, sobre todo esos Sugus de colores. A mí me gustaban los celestes y él era fan de los verdes, los sabía degustar lentamente mientras cerraba sus ojos. Otras veces sacaba del bolsillo algún chupetín y me lo regalaba con gesto tímido. Decían que le gustaba gritar los goles de Atlanta, no sabía mucho de fútbol pero estaba encariñado con el club del barrio, lo sentía propio, y nombraba algún que otro jugador emulando a los relatores deportivos. En el bolsillo de atrás tenía un pañuelo con los colores de Atlanta.
Simón sabía de mi habilidad como cantor de vereda y siempre rogaba con una voz suave: “cantame El bolín de la calle Yacucho…”. Y me reía para adentro sabiendo de qué tango se trataba, conocía muy bien ese tema, “El bulín de la calle Ayacucho”, que tiene una hermosa melodía cantada a una velocidad casi rockera. Años después me di cuenta que es uno de los mejores tangos de la historia. Simón se sentaba, parecía disfrutar como si fuera un tema sublime, balbuceaba esa parte de la letra, era cómico la forma en que pronunciaba la erre, no podía contener la emoción y lloraba, despacito pero lloraba.
Le cantaba con tanto esmero como cariño: “El bulín de la calle Ayacucho, que en mis tiempos de rana alquilaba, el bulín que la barra buscaba, para caer por la noche a timbear…” Verlo llorar golpeaba en el mentón, entonces me detenía, de inmediato me pedía que siga, dejaba de llorar recomponiendo todos los gestos de su rostro, para mi tranquilidad. Una vez paré de cantar y le pregunté por qué se ponía así, confesando que me asustaba verlo de ese modo. En medio de una emoción algo descontrolada dijo: “lloro porque me pone contento escucharte”. Quedé sorprendido, le dije que yo pensaba que solo se lloraba de tristeza, entonces reflexionó bajando la cabeza: “no, uno llora cuando es feliz, cuando está está triste no llora nunca, se asusta, se enoja, no sabés cuántas veces me enojé de tristeza…, sabés que feo que es asustarse, yo esperaba al miedo y todos los días venía, no nos fallaba nunca…”
Nadie de los que lo conocían bien le preguntaba algo de todo eso, no se contaba ninguna historia y no había explicaciones al respecto. Una vez le conté que había visto en el Cine Villa Crespo una película de guerra y casi me mata. Se paró algo enojado, nunca lo había visto así, agarró mi mano y dijo casi llorando: “no mirés más esas cosas, Jorgito, ¿cómo me hacés una cosa así?… mejor que nunca sepas qué es, ¿para qué querés saber, qué vas a aprender?, hay gente capaz de hacer cosas muy fuleras, Jorgito, si los ves nunca más vas a querer hablar con nadie…”
En un momento le pregunté a mi viejo, en voz baja, si esos chicos eran actores, no entendía muy bien la diferencia entre una película y un documental, después de todo yo siempre fui al cine a ver películas, el mío era un razonamiento lógico. Mi viejo en pocas palabras explicó que no era una película, que no se trataba de actores sino que esos pibes eran de verdad. Aquella imagen fue para mí un salvaje cachetazo, jamás había visto semejante atrocidad, esos eran pibes como yo, como mis amigos de la escuela que estaban allí sentados, ¿cómo es que sucedía algo semejante y nadie hacía nada? ¿cómo no interrumpieron la película?¿quiénes eran todos esos hijos de puta que parecían preocuparse por varias cosas menos por las vidas de esos pibes?. Se escuchaban algunos gritos llenos de insultos, llantos que nadie intentaba consolar, ni siquiera los rozaba la calma. Respiraciones potentemente frías, recorrían las filas, se oían por lo bajo comentarios donde el terror era el lenguaje, la congoja una contraseña. De a ratos estallaba un silencio que endurecía al barrio, parecía que todo se quedaba congelado.
Cuando salimos del cine, mi viejo nos contó que nosotros veníamos de familias de vascos que vivían en Francia, que mis abuelos eran de allá y que habían sido asesinados muchos de nuestra familia. Con bronca aseguró que los nazis odiaban a los vascos, hasta relató que habían bombardeado una ciudad española para probar las bombas que tenían, y que abajo de los aviones habías vascos corriendo desesperados, pero eso les importó un carajo.Esa noche me costó un tocazo dormir. Dicho documental me dio un documento de un planeta en donde yo también vivía. Dicha enfermedad había pasado hacía mucho, es cierto, y yo vivía muy lejos de esos tipos, pero el mundo era el mismo, las cosas pueden volver, sobre todo las trágicas. Sucede que esas aberraciones siempre tienen verdaderos turros que las extrañan, aunque a uno le parezca insólito. Claro que no fue difícil empezar a entender ciertos comportamientos del polaco Simón, pero para eso hubo que crecer. No era mudo, pero después de haber vivido todo eso, de ver semejantes cosas horrendas como películas obligadas, no debe quedar mucho por decir. Luego de convivir con esa mierda y nada menos que en la infancia, un atroz asalto a la inocencia, entonces uno o no para de contar todo aquello hasta el hartazgo o se queda callado para siempre, supongo; es un terreno solo visitado por los protagonistas. O de vez en cuando le pide a alguien que le cante una canción que por un ratito lo haga feliz, para imaginar que todo no es tan fulero, las canciones nunca son feas. Claro que a Simón le hubiera gustado tanto haber tenido una barra que se junte en las noches en “el bolín de la calle Yacucho”, a tocar la guitarra, cantarse unos buenos tangos, tomar mate, a soñar con las minas que nos van a sonreír, a cagarse de risa de la pelotuda policía que no iba a ir a buscar justo ahí a los prófugos, no, esos hijos de puta viven confundidos e ignoran los lugares en donde hay risas y música. Donde los muchachos dejan las horas a espaldas de la gente de mierda, los mismos que siempre tienen planes asquerosos para los pobres, para las minorías que resulta que son tantos que los asustan. Seguramente Simón sabía que había que difundir esa eterna idea de juntarse, de homenajear a los bulines en donde se puede cantar, el hecho del estar por encima del ser, como diría el viejo Kusch.
Al otro día del acto de homenaje al Levantamiento de Varsovia me levanté temprano, estaba fresco, entonces me abrigué bien. Tomé la leche y comí apurado algunas galletitas baratas de la feria. No le dije nada a mi vieja, mi viejo ya estaba en la fábrica, así que salí. Llegué a la esquina de Darwin y Aguirre, no había nadie, solo los espíritus del viejo barrio y yo. Me arrimé al umbral donde se sentaba Simón, imaginé a esa orquesta rocanrrolera de Troilo, que tocaba este tema a 150 por hora haciendo bailar hasta las piedras. Pedí permiso a un enorme cantante como el Tano Fiorentino y me mandé. Levanté la cabeza, como si fuera un cantor experimentado en una noche tanguera del San Bernardo. Recuerdo que canté con toda la polenta. Salvo que esta vez tuve que hacer unos pequeños cambios en la letra para imitar al sabio polaco, entonces arranqué: “El bolín de la calle Yacucho, que en mis tiempos derana alquilaba, el bolín que la bara buscaba, para caer por la noche a timbear….”
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).