Por Jorge Garacotche
Una tarde, en mi barrio de Villa Crespo, en una vieja casa apareció una chica que jamás había visto por estos lares. Pocas veces una mujer me atrapó de manera tan cautivante. La miraba y comenzaba el desfile de sueños con destino incierto. Empecé a pensar tácticas de acercamiento, estaba justo enfrente de la casa de Alfredo, al lado de Flora, mi primera profesora de piano. Flora me enamoró con sus hermosas piernas bajo una minifalda negra. Ahora, esta visita inesperada provocaba una tarea parecida, quizás en esta esquina está lo que todos buscamos. No soy egoísta y paso el dato: Velasco esquina Humboldt, Villa Crespo.
Algo me fue arrimando. Saludos inocentes, preguntas vanas, bueyes perdidos. Se llamaba Silvia Aquino y resultó que vivía muy lejos, en Burzaco, en el sur del Gran Buenos Aires. Estaba en casa de su tía pasando unas cortas vacaciones. Días después me dejó su dirección para que le escriba porque ninguno de los dos tenía teléfono, dato prehistórico.
En la casa que alquilaban mis viejos también vivía mi tía, hermana de mi viejo, tenían una muy mala relación, eso la llevó a tirar a la basura esas cartas. Pero guardé la dirección, Tinogasta al 2400 en Burzaco, y un colectivo desde Palermo me dejaba allí, el eterno 160, ese que va hasta el fin del mundo y vuelve recargado. Era muy lejos pero el amor siempre consigue pasaje, se hace tiempo para organizar encuentros fortuitos.
Arribé a Palermo, subí al 160, puse cera en mis orejas y miel en la ventanilla. La tentación hará todo lo necesario para depositarme en una leyenda. El viaje fue larguísimo, pero no aburrido. En un momento alguien oriundo de Itaca gritó: “Puente Alsina”, mientras Ulises solo atinaba a bajar la cabeza. Al rato, otro de los remeros, un joven criado en Tesalia, reconoció aguas banfileñas, pero temió hacer un papelón en la nave, entonces escondió la mirada melancólica y siguió como si nada.
En una cocina armada con lo mínimo, donde parecían sentarse varios comensales había dos tazas de café servidas junto a unas riquísimas vainillas. Sobre una de las paredes colgaba la figura de Jesús, al costado una foto del actual equipo de Newell’s Old Boys de Rosario, y a cierta distancia la estampita de alguien desconocido. Acaricié el pelo de una cara ilusionada. Separé el pulgar de la mano y cerré sus párpados, que muy suaves decidieron mirar todo lo que llegaba desde adentro. Mientras tanto, yo hacía un esfuerzo descomunal por tratar de entender qué era lo que ocurría, hasta que la vorágine de las miradas me dejó sin explicación y recién ahí pude disfrutar de lo que se me venía encima. ¿Cómo esta mujer de sueños estaba diciendo esas cosas sobre mí? Pero estaba ahí, no acepté la derrota y salí a jugar el segundo tiempo. Era increíble que una mujer que solo aparece en las imágenes de los soñadores estaba diciendo que la madre había ido al trabajo de la tía para rogarle que me ubique, que necesitaba verme. La tía investigó, averiguó mi dirección. Confirmó que yo no estaba enterado de sus mensajes, entonces cayó en la cuenta de que las cartas eran arrojadas al olvido por alguien atrapado en la envidia, en la sinrazón de los que no sienten pasiones, pero se aseguran que el resto tampoco.
Algo tironeó arrancándome de la silla y no tuve más que dejarme ir. Ella se paró, la abracé como si fuera a quedarme ahí por el resto del día. Nunca había intervenido en un beso así. Los veía en las plazas, las películas, en la noche ruidosa de las discotecas, pero jamás tan de cerca. Su lengua, en cada movimiento, contaba qué era eso de la dulzura. Sentí en cada vena, cada nervio, cables que conectaban por primera vez un circuito desconocido. Ese domingo comenzó un fluido romance que se cargaba los sábados y domingos; en la semana, hablábamos con la ilusión.
El viaje era un placer, sobre todo cuando lo hacía en el tren Roca. En la estación Constitución compraba algunas golosinas como para ir practicando. Por las ventanillas manchadas pasaban a gran velocidad paisajes suburbanos de casas bajas y chicos jugando en veredas o jardines.
Contó que había conseguido un trabajo en una casa de ropas frente a la estación Temperley, palabra que remontaba al libro que estaba leyendo por esos días, “Los siete locos”, donde un grupo de perdedores intentaba conspirar contra los males del mundo en una vieja casa de esa ciudad.
Un sábado pasé a buscarla a eso de las 19 horas por el negocio. Vestida de laburanta estaba tan divina como cuando se disfrazaba de sábado a la noche, hay mujeres que no tienen cómo esquivar a la belleza.
El olor a choripán y hamburguesas, el ruido metálico de las risas y los malabares de algunos mozos prohibían a los aburridos. Cuando la pista se llenó, los cuatro comenzamos a bailar. Todo era sonrisas y hablar a los gritos. Silvia se movía sensualmente, con una inocencia adolescente que provocaba a mi mirada, y cuando la encontraba le ponía carita de pícara. Lo mío era la gloria más absoluta. ¿Quién es el boludo que piensa que los pobres no conocen la eternidad?
Al rato apagaron algunas luces y comenzaron a sonar temas lentos. La mayoría se retiró hacia las mesas, quedaron los más románticos, aquellos que andaban a la pesca o quienes sintieron que algo nuevo podía nacer. Fuimos más al medio, nos apretamos danzando casi a un ritmo propio. Despegamos las cabezas, nos miramos y contamos tantas cosas, de esas que yo solo conocía por mi imaginación. A ella se la veía brillante, a pleno. Yo no sé si estaba preparado para expresar todo lo que sentía porque era un cuerpo desbordado. Es que uno de esas cosas no sabe nada, y cuando aparecen carece de explicaciones, solo a veces tiene la sabiduría de vivirlo sin causas. Cuando la utopía se nos hace realidad conocemos una libertad interior que suena a vida de otros.
Qué capacidad tienen las canciones para transportarnos, lo sentí en un momento del tema en donde una guitarra griega vuela por el Mar Egeo en un trémolo dulcísimo. Un coro me repetía “ever and ever, forever and ever…”. La canción dibuja una melodía de las más hermosas que escuché, la voz tan aguda de Demis Roussos se torna estremecedora, dicen que así se cantaba en las siestas de los monoblocks de Burzaco. El bajista va marcando un ritmo que envuelve, inquieta, sube a los hombros, prolonga algunas notas sentidas reforzando la idea melódica. El tema se refugió en mi memoria. Un datazo: Demis Roussos, cuando era joven, tuvo una banda de rock progresivo junto al mismísimo Vangelis.
No hacía mucho que me había topado con la literatura más genial de todos los tiempos, la mitología griega. ¿Sería esta canción la que cantaban las sirenas al ver llegar a los navegantes? ¿Demis Roussos la interpreta sintiendo que es Ulises, pero con los oídos destapados? Silvia es una de esas sirenas, lo sé, arrastra a las otras a cantar la bienvenida a esa maravillosa isla donde orbita solo la inocencia. El barco lentamente nos lleva, remamos hacia allá porque lo necesitamos. El Egeo se recuesta, sabe que los días de Troya quedaron lejos. Tiembla un ateo empedernido que siempre tendrá un trono especial para Afrodita, y esta vez la tensión de Neptuno lo acompaña, perdona la tardanza mirando la costa. Allí nace un beso de Silvia como un mapa. Dentro de él florecen mis primeras pasiones, las mismas que encienden esas hogueras que veían los navegantes. Las sirenas narran y el mar de Llavallol se tiñe de amores, la nave se deja mover justo cuando la brisa derrite la cera y escucho mi nombre. Soy yo a quien llaman, un adolescente que empezaba a pensar que jamás lo iban a convocar, pero...
Me apoyé contra la pared y recordé un viejo tango que cantaba mi viejo: “nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte…” En eso apareció un tipo veterano, parecía exaltado, preocupado, dijo ser el presidente del club. Me preguntó si era del barrio. Entonces garantizó que todo quedaba ahí, que cuando quiera retirarme, varios iban a acompañarme hasta la parada del colectivo. Con firmeza y dignidad aseguró que el club era un ámbito familiar, que la nueva comisión estaba ahí para que la gente pase una noche feliz. Le creí.
Fuimos hacia la pista con Silvia y su cuñada, que no paraban de sonreír y decir que ya había pasado todo, que solo era algo típico de un sábado y más a esa hora. Volvimos a bailar mientras la magia lentamente fue regresando. Pero yo había encendido la alarma, estaba atento a cualquier movimiento por fuera de nosotros, sabía que dentro del club no iba a pasar nada, entonces regalé el después a los científicos.
Cuántas veces las minas nos prestan un cacho de gloria; es uno quien debe saber invertir. Hay muchos capitales simbólicos dando vueltas por ahí, pero aquellas caricias pagan la renta más eterna. Estoy seguro que esos besos instalaron El Olimpo en pleno Llavallol.
En estos días voy a ir por allá, en una de esas todavía está calmo el Egeo, con ese azul sobrenatural que tan bien le sienta a los románticos del conurba. Prometo ir disfrazado de mendigo y con el arco. Al cruzarme con mi viejo perro Argos ladraremos juntos de puro melancólicos. Ulises y Argos porteños, que ladran, pero a veces muerden.Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).