¿No está lo esencial de las cosas, según afirman quienes detentan la representación de los valores estéticos vigentes, al final de la labor deconstructora que pretende llegar a lo que las cosas son cuando se las desnuda de todo aditamento coyuntural? Cuando Miró rebuscaba durante la bajamar los desperdicios que el mar dejaba en la playa para realizar con ellos su próxima obra artística, ¿no estaba buscando ese fondo deconstruido de la realidad, lo que ésta resulta ser cuando retiramos de ella todo artificio cultural, todo lo que procede de nuestros conceptos o de nuestros prejuicios, para quedarse con la “realidad en sí”? Una vez descendidas (deconstruidas) las cosas hasta su grado de realidad más primaria, menos manipulada, más… natural, cualquiera de ellas puede ser una obra de arte. La única diferencia entre un mero desperdicio y una obra de arte residiría, si seguimos los criterios estéticos de la posmodernidad, en la mera atribución que sobre el primero realiza el artista. Piero Manzoni (1933-1963), en 1960, marcó su huella dactilar en varios huevos duros y con ello consideró que adquirían la condición de obras de arte. Después dejaba que el público asistente a su exposición se comiese esos huevos. Su siguiente gran descubrimiento estético fue comprender que incluso el huevo era una construcción, un artificio creado por nuestra mente, y que la labor deconstructora del proceso digestivo ayudaría a aproximarse a la auténtica realidad de las cosas. Así que, en 1961, colocó su propia mierda en 90 tarros herméticamente cerrados y los etiquetó como “Mierda de artista”. Vendió cada lata al peso teniendo en cuenta la cotización de oro del día. Algunas latas están hoy en Galerías de arte famosas, como el Museu d’Art Contemporani de Barcelona, el Centro Georges Pompidou de París, la TATE Gallery de Londres y el MOMA de Nueva York. Manzoni no era un excéntrico: por el contrario, comprendió claramente cuál era el centro del que emanaban los criterios estéticos de nuestro tiempo, al menos a partir de algún indefinido punto de inflexión en el que las cosas dejaron de tener preeminencia sobre las caricaturas o los esperpentos. Y cuando el público trata de conectar con el arte de este tiempo, del que lo más benévolo que se me ocurre decir es que a veces mantiene acorralado dentro de sus absurdos referentes a algunos artistas de talento, acaba decayendo en la insinceridad. Decir “a mí me gusta” o “me parece original” delante de un saco de arpillera pintado de blanco y rodeado por un marco de madera o a la vista de un montón desordenado de cajas de embalaje que el “artista” de turno, en el colmo de la osadía, denomina “Sin título”, es perder el contacto con las propias emociones, a las cuales, para que no atenten contra los criterios dominantes, se las condena a permanecer soterradas en los oscuros rincones en que el alma encierra, convirtiéndolo en foco de enfermedad, todo lo que no admitimos de nosotros mismos. Las parcelas de insinceridad (las que nos impiden comprender que una mierda es una mierda) van ganando en extensión dentro de la economía general de nuestra psique; lo que pretendemos ser retuerce de manera inclemente lo que en realidad somos, no precisamente para hacerlo crecer, sino para… deconstruirlo. La peste emocional (así lo llamaba Wilhelm Reich), consiguientemente, acaba impregnando todos nuestros comportamientos. Y mientras tanto, la realidad, sometida a esta denodada labor de deconstrucción y de fragmentación, deja de tener consistencia. Nada tiene fuerza suficiente para por sí mismo afirmarse como real. “Depende”, confirmaría cualquier policía de la posmodernidad. Porque la única diferencia entre las cosas estriba en la atribución que sobre ellas realiza cada cual. ¿Qué es la realidad?, acabamos preguntándonos, aturdidos, de vuelta de este Matrix en el que andamos envueltos. ¿Somos nosotros mismos reales?, inquirimos los dobles de aquellos replicantes de Blade Runner que hemos acabado siendo después de tanta acumulación de insinceridad y desconstrucción.