Beryl Bainbridge en el salón de su casa
En ocasiones un libro me gana menos por lo que me cuenta que por cómo me lo cuenta, por mucho que lo primero sea lo que me ha llevado hasta él. El estilo, la gestualidad, la manera de mostrar -o de ocultar- el mundo, la mirada, en definitiva, de su autor es para mí igualmente importante -en ocasiones más- que la trama o su intención narrativa. Lo decía Flaubert: la novela es forma. Y aquí, en Lo que dijo Harriet, hay mucho y bueno de eso, de cómo se hace literatura. Por mucho que lo que nos cuente sea intenso y pertubador, dramático y grotesco, que lo es, para mí el mayor logro de este excelente relato circular reside en cómo Bainbridge expone, dosifica, tamiza, coloca las piezas, mueve ficha.
Tildada de repulsiva por muchos editores que no se atrevieron a publicarla -la escritora tuvo que dejar su manuscrito aguardando en un cajón varios años hasta verlo impreso, algo que ocurrió en 1972-, la obra de Bainbridge nos habla con desafección de la maldad y los afectos contraindicados, y por más que fuese tachada en su época de abominable, Lo que dijo Harriet resulta, leído hoy, un certero retrato sobre la manipulación y sobre cómo algunas personas tejen el destino de otras, jugando, sutil y confusamente, a su antojo. Y como otras, por diversas razones -enamoramiento, debilidad o simple miedo (a la soledad o a sí mismas, si es que entre ambas hay alguna diferencia)- lo consienten.
Estación de botes salvavidas de Formby, mediados de 1950
"Yo no quería que Harriet me dijera esas cosas. Tenía tanta confianza y fe en ella que, fuera lo que fuera lo que me dijera, yo lo aceptaba tal cual, y la mayoría de las cosas que me hacía creer últimamente eran dolorosas. Parecía terrible que a los trece años hubiese alcanzado lo mejor de mí, que ya nunca pudiese ser mejor", dice en un momento de la obra, consciente de su condición, pero incapaz de desasirse de ella, su joven protagonista y narradora (de la que, curiosamente, desconocemos su nombre). Bainbridge es sobria hasta en los momentos más sobrecogedoramente reveladores.
He leído que años después de su publicación, esta novela fue aclamada como una pequeña obra de arte. No es extraño, el arte no busca complacencia, no busca aplauso. Busca verdad. Por cierto, impecable traducción la de Alicia Frieyro.