Por lo que más se nos castiga es por nuestras virtudes.
Friedrich Nietzsche.
El mal triunfa. Extiende su aura en su negación al respeto del misterio del ser humano. Nos hicieron creer que cada uno de nosotros llegará a la cumbre. Que haremos lo que nunca fue logrado. Y en esa pasarela brillante de semidioses aparentes creada para la insatisfacción perpetua, existe otro mundo, de confort y hastío. Deambulamos sin mirar. Nos frustramos con cada mínima incomodidad o contratiempo. La meta se aleja a cada parpadeo. Sufrimos, sin saberlo, una infelicidad indolora que no quema ni rompe; pausada, agota y hunde en un marasmo del que solo saldrá quien cierre los ojos y consuma sus lenitivos.Es una infelicidad desapasionada, la sorda y vacua de los carcomidos por el tedio. Entre las brumas del pantano, neones que tratan hacerte olvidar quien eres por quien podrías ser. Si te guiaras por sus remedios.
Dicen que el mundo corre peligro de derrumbe, en hielo o en fuego. Yo, más amargo, creo que ya lo ha hecho. Los escombros relucen, eso es todo. Y abrir los ojos duele.Hay quien cantó una melodía que nos arrastró a un palacio. Pero los grandes salones prometidos eran espejos deformados y trampantojos relucientes. Los escaparates son pródigos. Pero nos hicieron creer que lo merecíamos todo. Las carreteras nos ofrecen un sueño de huida. Pero las sucursales del zoco interminable llegan hasta cada playa remota. Y los riscos silban el viento de una soledad incandescente a los escaladores inconstantes entre los abismos del yo. Huimos de la virtud, porque mancha y crea estigma, porque no entendemos la discrepancia entre lo instituido y lo aprendido. Y nuestras caídas hieren a los otros.
Sabemos que es lo correcto, como una estrella polar lejana, pero las olas enfrentadas a nuestros pequeños cascos son abrumadoras; fingiendo que seguimos la estrella, maniobramos siguiendo la línea de costa bajo la mirada omnipotente de los faros ajenos, que marcan otro camino. Hubo un momento en el que creímos que sufrir una derrota heroica bastaba. Pero luego supimos que no quedará nadie para contarlo. Nos aferramos al mascarón de proa cuando la galerna cruje los mástiles y desgarra las velas. Al fin, frente al fuego, cambiamos la epopeya que creímos merecer por un relato de cotidianos naufragios y breves placeres pasajeros. Atrapados por la nostalgia de un Absoluto que no existe, boqueamos frente a las maravillas de ciudades subterráneas y olvidamos el sol.
Laocoonte fue el sacerdote troyano que advirtió el peligro del regalo griego (Timeo danaos et dona ferentes). Los dioses, coléricos y venales, no quisieron soportarlo. Apolo, Dios del cual Laocoonte era sacerdote, envío unas serpientes marinas que lo estrangularon, junto con sus hijos. La inocencia castigada por el poder, la virtud aplastada por la razón de estado, que es la violencia. La mirada de Laocoonte, de la que Miguel Ángel dijo que era el alma humana esculpida, es la de Prometeo, y la de quien se atreve a desafiar su esencia en alas de su conciencia. Nosotros nunca tememos ya a quien nos trae regalos, aunque en su vientre aguarde la perdición.
El mal triunfa. Sus heraldos negros cabalgan los antros, los estadios, las portadas y las almas. Las pequeñas mezquindades derrumban, y la vida estropea y cansa. Nos queda esa estrella polar titilante, a veces distraída, perdida en la bruma y reflejada misteriosamente en las estelas del agua. Nos queda su fulgor plateado, los sextantes, el descanso de los fondos marinos, las raíces de los manglares, los surcos latentes, las cuevas submarinas, la espalda vibrante de las cordilleras, las sinuosas formas del fuego y las corrientes de la tempestad para gritar quienes fuimos...cuando los muertos despertemos.