Un libro, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae: centro no fijo que se desplaza por la presión del libro y las circunstancias de su composición. También centro fijo, que se desplaza si es verdadero, que sigue siendo el mismo y se hace cada vez más central, más escondido, más incierto y más imperioso. El que escribe el libro, lo escribe por deseo, por ignorancia de este centro. El sentimiento de haberlo tocado puede muy bien no ser más que la ilusión de haberlo alcanzado; cuando se trata de un libro de ensayos, hay una cierta lealtad metódica en aclarar hacia qué punto parece dirigirse el libro; aquí, hacia las páginas tituladas «La mirada de Orfeo».
Maurice Blanchot
El espacio literario
Traducción: Vicky Palant y Jorge Jinkis
Editora Nacional
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Con estas prevenciones, me puse a hojear El espacio literario, al principio de mala gana, luego irritadísimo al descubrir que sus acrobacias espirituales eran menos irritantes de lo que yo pensaba, hasta que llegué al capítulo «La mirada de Orfeo», y allí me armé de coraje, porque demasiadas experiencias previas me enseñaron que cuando se trata de Orfeo (¡y de Eurídice, además!) encuentro la llave de toda mi intolerancia.
Y me encontré con seis páginas espléndidas, escritas ni más acá ni más allá de la vertiente, donde la inasible paradoja de la relación artista-obra está expresada como jamás la había encontrado expresada. Luego seguí hojeándolo, volví a empezar por el principio y así vi una nota preliminar que antes había pasado por alto, en la que se dice que el centro hacia el cual tienden todas las consideraciones del libro es, precisamente, «La mirada de Orfeo».
Hoy me siento mal y no estoy muy concentrado (…), pero creo que aunque me sintiera bien no estaría en condiciones de hacerte una exposición sistemática del libro: ustedes tienen prisa, y yo apenas si lo he hojeado, aunque sea dos veces. No puede tener mucho éxito; la derivación rilkeana puede enfurecer con razón; superficialmente puede parecer uno de nuestros críticos herméticos, uno que sea inteligente y consistente, etc., etc. Pero un libro centrado en esas seis páginas hay que publicarlo sin más; asumo plena responsabilidad.
Para que tengan una idea, basta leer las páginas 179-184. (Y llegado el caso, confrontarlas con las idioteces sobre Orfeo que hay hacia el final del libro de Marcuse que han contratado).
Roberto Bazlen
A Luciano Foà, editorial Einaudi
Informes de lectura. Cartas a Montale
Traducción: Ernesto Montequin
Editorial: La Bestia Equilátera
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La mirada de Orfeo
Cuando Orfeo desciende hacia Eurídice, el arte es el poder por el cual la noche se abre. La noche por la fuerza del arte, lo acoge, se vuelve la intimidad acogedora, la unión y el acuerdo de la primera noche. Pero Orfeo desciende hacia Eurídice: para él, Eurídice es el extremo que el arte puede alcanzar, bajo el nombre que la disimula y bajo un velo que la cubre, es el punto profundamente oscuro hacia el cual parecen tender el arte, el deseo, la muerte, la noche. Ella es el instante en que la esencia de la noche se acerca como la otra noche.
Sin embargo, la obra de Orfeo no consiste en asegurar el acceso a ese “punto”, descendiendo hacia la profundidad. Su obra es llevarlo el día y darle, en el día, forma, figura y realidad. Orfeo puede todo, salvo mirar de frente ese “punto”, salvo mirar el centro de la noche en la noche. Puede descender hacia él, puede, poder aun más fuerte, atraerlo hacia sí, y consigue atraerlo hacía sí, pero apartándose de él. Ese rodeo es el único medio de aproximarse: tal es el sentido de la disimulación que se revela en la noche. Pero Orfeo, en el movimiento de su migración, olvida la obra que debe cumplir, y la olvida necesariamente porque la exigencia última de su movimiento no es que haya obra, sino que alguien se enfrente a ese “punto”, capte su esencia allí donde esa esencia aparece, donde es esencial y esencialmente apariencia: en el corazón de la noche.
El mito griego dice: no se puede hacer obra si se busca la experiencia desmesurada de la profundidad por sí misma, experiencia que los griegos reconocen necesaria a la obra, experiencia en la que la obra se somete a la prueba de su desmesura. La profundidad no se entrega de frente, sólo se revela disimulándose en la obra. Respuesta capital, inexorable. Pero el mito también muestra que el destino de Orfeo no es someterse a esta ley última; y de modo evidente, al volverse hacia Eurídice, Orfeo arruina la obra, la obra se deshace inmediatamente y Eurídice vuelve a la sombra; la esencia de la noche, bajo su mirada, se revela como lo inesencial. Así traiciona a la obra, a Eurídice y a la noche. Pero no volverse hacia Eurídice, no sería menos traicionar, ser infiel a la fuerza sin mesura y sin prudencia de su movimiento, que no quiere a Eurídice en su verdad diurna y en su encanto cotidiano, que la quiere en su oscuridad nocturna, en su alejamiento, con su cuerpo cerrado y su rostro sellado, que quiere verla no cuando es visible, sino cuando es invisible, y no como la intimidad de una vida familiar, sino como la extrañeza de lo que excluye toda intimidad, no hacerla vivir, sino tener viva en ella la plenitud de la muerte.
Sólo esto fue a buscar a los Infiernos. Toda la gloria de su obra, todo el poder de su arte y el deseo mismo de una vida feliz bajo la bella claridad del día son sacrificados a esa única preocupación: mirar en la noche lo que disimula la noche, la otra noche, la disimulación aparece.
Movimiento infinitamente problemático, que el día condena como una locura sin justificación o como la expiación de la desmesura. Para el día, el descenso a los Infiernos, el movimiento hacia la vana profundidad, ya es desmesura. Es inevitable que Orfeo no respete la ley que le prohíbe “volverse”, porque la violó desde sus primeros pasos hacia las sombras. Esto nos hace presentir que en realidad Orfeo no dejó de estar orientado hacia Eurídice: la vio invisible, la tocó intacta, en su ausencia de sombra, en esa presencia velada que no disimulaba su ausencia, que era presencia de ausencia infinita. Si no la hubiera mirado, no la hubiese atraído y, sin duda, ella no está allí, pero él mismo, en esa mirada, está ausente, no está menos muerto que ella, no muerto con la tranquila muerte del mundo que es reposo, silencio y fin, sino con esa otra muerte que es muerte sin fin, prueba de la ausencia sin fin.
Al juzgar la empresa de Orfeo, el día también le reprocha haber dado pruebas de impaciencia. El error de Orfeo parece ser entonces el deseo que lo lleva a ver y poseer a Eurídice; él, cuyo único destino es cantarle. Sólo es Orfeo en el canto, sólo puede relacionarse con Eurídice en seno del himno, sólo tiene vida y verdad después del poema y por él, y Eurídice representa esta dependencia mágica que fuera del canto hace de él una sombra, y que sólo lo libera vivo y soberano en el espacio de la medida órfica. Sí, esto es cierto: sólo en el canto Orfeo tiene poder sobre Eurídice, pero también en el canto, Eurídice ya está perdida, y Orfeo mismo es el Orfeo disperso que la fuerza del canto convierte desde ahora en “el infinitamente muerto”. Pierde a Eurídice porque la desea más allá de los límites mesurados del canto, y se pierde a sí mismo, pero este deseo y Eurídice perdida y Orfeo disperso son necesarios al canto, como a la obra le es necesaria la prueba de la inacción eterna.
Orfeo es culpable de impaciencia. Su error es querer agotar el infinito, poner término a lo interminable, no sostener interminablemente el movimiento mismo de su error. La impaciencia es la falta de quien quiere sustraerse a la ausencia de tiempo, la paciencia es la astucia que busca dominar esa ausencia de tiempo haciendo de ella otro tiempo, medido de otra manera. Pero la verdadera paciencia no excluye la impaciencia, es su intimidad, es la impaciencia que se sufre y se soporta sin fin. Entonces, la impaciencia de Orfeo también es un movimiento justo: en ella comienza lo que va a llegar a ser su propia pasión, su más alta paciencia, su residencia infinita en la muerte.
Maurice Blanchot
El espacio literario
Traducción: Vicky Palant y Jorge Jinkis
Editora Nacional
Foto: Maurice Blanchot