Sobre esta naturaleza se fundan tres derechos incontestables y la gran misión de la ciencia, pero también su impotencia vital y su acción malhechora siempre que, por sus representantes oficiales, patentados, se atribuye el derecho de gobernar la vida. La misión de la ciencia es ésta: al constatar las relaciones generales inherentes al desenvolvimiento de los fenómenos tanto del mundo físico como del mundo social, planta, por decirlo así, los jalones inmutables de la marcha progresiva de la humanidad, indicando a los hombres las condiciones generales cuya observación rigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido serán siempre fatales. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida, pero no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como las leyes de que no es más que la reproducción ideal, reflexiva o mental, es decir cerebral (para recordarnos que la ciencia misma no es más que un producto material de un órgano material, de la organización material del hombre, del cerebro). La vida es fugitiva, pasajera, pero también palpitante de realidad y de individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de necesidades y de pasiones. Es ella la que espontáneamente crea las cosas y todos los seres reales. La ciencia no crea nada, constata y reconoce solamente las creaciones de la vida. Y siempre que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, se mezclan a la creación viviente en el mundo real, todo lo que proponen o lo que crean es pobre, ridículamente abstracto, privado de sangre y de vida, muerto nato, semejante al homunculus creado por Wagner, el discípulo pedante del inmortal doctor Fausto. Resulta de ello que la ciencia tiene por misión única esclarecer la vida, no la de gobernarla».
Dios y el Estado (1882)
[Extracto del libro escrito por Mijaíl Bakunin]
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