La Mochila Torcida (11)

Publicado el 02 julio 2013 por Siguelashuellas

La Mochila Torcida  (11)   Adanes de Turismo

Si antes de toda esta aventura deportiva-espiritual alguien de desbordante imaginación me hubiese dicho que yo, que M y yo conoceríamos multitud de aldeas, pueblos pequeños, caseríos y ciudades, andando con doce kilos a las espaldas, me hubiese llevado las manos a la cabeza riéndome a carcajadas…

Las aventuras, grandes o chicas, en mi cabeza de ideas urbanitas y vacaciones de playa, sol, hotel e irrepetibles paseos por nuestras exóticas arenas de los muchos y estupendos Zahara de los Atunes que tanto y tan bien abundan por estas costas nuestras, solo podía concebirlo en gente bohemia para los que liarse la manta a la cabeza significase lo mismo que para mí salir a comprar el pan…pero ahí estábamos nosotros. Haciendo lo mismo que multitud de gente corriente cargadas con mochilas.

¿Qué llevaba a tanta masa, aparentemente tan locos o tan normales como nosotros, a dejarse la piel andando? A dejarse en el limbo del tiempo días de vacaciones y tumbadas generales de arena, para sufrir cansancio diario, calor, dolores de pies, ampollas… ¿Qué?

Pues…a lo largo de esos días hubo quien no tuvo reparos en contarlo, y hubo quien lo calló, y hubo quien (como yo) no hubiese sabido qué contestar. Especialmente cuando a veces la valoración dependía de la hora: por la madrugada me decía que apagar la linterna cuando las  tenues luces del alba te permiten andar sin tantear el terreno,  tenía tanta carga simbólica que era capaz de convencerte  de que eso, precisamente eso es lo único que necesitabas del Camino…al mediodía, cuando el sol muerde con alevosía, que jamás volverías a repetir experiencia; y ya después de la ducha, cuando cuerpo, espíritu y relax se dan la mano y vuelves a recuperar la capacidad de observar a la multitud hablando de la experiencia del día, o  relajados leyendo un libro, o tumbados en el césped, o sentados en el poyete que todos, o casi todos los albergues suelen tener a sus puertas, entonces te dices que el Camino tiene alma y magia propia capaz de envolverte y liarte de nuevo para repetir todas esas preguntas otra vez en las misma circunstancia, es decir, andando. Pero además hay un algo que escapa a tu propio entendimiento, algo que te lleva a recapacitar y darle mil vueltas de tuerca  a estas minucias sensitivas que en la vida del día a día, entre trabajos y ocios, ni por aburrimiento le dedicas un segundo. Pues…ese día pensé que eso era el Camino. Una aventura capaz de liarte pensamientos y de hacerte pasar, en estos tiempos de corre-corre que no llegamos, por pueblos que ves mirándolos desde la perspectiva de tus propias botas de montaña; despacio, con una mochila a cuestas, deslizándote con unos bastones que se clavan en la tierra según tus fuerzas, que se anclan a ella según el paisaje, según tu inspiración.

Esa mañana llegamos así. Pensativos, sin prisas y con la merecida recompensa de ser los primeros en llegar a nuestro nuevo albergue.  Habíamos abandonado, probablemente para siempre, El Acebo, un precioso y pintoresco pueblo. Habíamos amanecido entre las brumas que bañan las madrugadas. La habíamos visto evaporizarse para dejarnos un día claro…en algún punto del camino habíamos pasado por otro albergue que a tenor de un desbordamiento de peregrinos habían sacado al porche más de ocho literas, que por cierto miré con un halo de sana envidia imaginándome a los afortunados durmiendo casi al raso, metidos en los sacos pero sintiendo el relente de la noche en sus rostros con las estrellas a golpe de mirada. Eso era Camino…todo eso también era Camino. Esas pequeñas minucias que ya en casa se engrandecen cada vez que las rememoras.

En fin, que con la mochila del alma hasta arriba de sensaciones llegamos al destino de ese día. Anduvimos por las calles de Ponferrada a primeras horas. Seguramente era sábado o domingo porque apenas nos cruzamos con unas pocas personas. Preguntamos a uno de esos escasos viandantes por el albergue, y cuando llamamos a sus puertas, todavía cerradas a cal y canto, nos atendió un hombre que nos aclaró lo que ya sabíamos, que hasta las doce las puertas permanecerían cerradas. Preguntamos si era posible dejar las mochilas pillándonos sitio mientras nosotros nos íbamos de turismo, y él nos señaló un lugar junto a la pared en un desértico patio. Nos largamos confiados, satisfechos de tener a tan tempranas horas una cama segura, y nos fuimos de turismo. Miré mis calcetines, que habían mutado de blanco nuclear a gris oscuro, intenté atusarme el pelo, recolocarme un poco ¡que se yo, adecentarme sin espejo y con lo que tenía a mano, que era nada! El resultado fue nulo pero la verdad, me dio lo mismo…otra ventaja del Camino. El aspecto solo es importante a partir de la ducha, antes pues…como que todo está disculpado…y así, con esas pintas que se te quedan después de andar unos cuantos kilómetros, nos fuimos a conocer Ponferrada…

  • María Penís