La Mochila Torcida (9º) Acebo, Botillo, Siesta y Rutina
Creo que en algún momento de la vida, todos hemos fantaseado con la idea de un respiro de esos que casi podríamos meterlos, aunque sea a empujones, en apartados espirituales.
Retiro espiritual igual a respiro…paz, un buen libro, silencio…en fin, en mi cabeza, retiro espiritual siempre había sido sinónimo de desconectar hasta del mismísimo mundo, y apurando y afinando hasta el infinito, desconectar hasta de nosotros mismos…
-¡Ten cuidado que tu sueño puede hacerse realidad! –dicen los sabihondos. Y efectivamente, el mío se hizo y quede hasta la peineta de pensar y dar largas alas a la imaginación.
No recuerdo haber mirado el reloj tantas veces, y no recuerdo unas horas más lentas y más descansadas que las pasadas en El Acebo. El bello y tranquilísimo Aceblo…y menos mal que estábamos de peregrinaje porque…el acumulo de calorías de un día entero sin más que hacer que leer y comer debió de rayar en la gula más pecaminosa y un estado de paz tan extremo que confieso que llegué a añorar desesperadamente un rato de prisas y estress.
A las puertas del albergue, que además no era ni el más cómodo del mundo ni tampoco el más bello, había un banco de madera en el que intenté leer (y a veces hasta lo conseguí) entre tentativas de acomodar posturas cruzando piernas, escurriéndome un poco, medio tumbándome y al momento estirándome, desperezándome como un gato para en un santiamén volver de nuevo a cruzar y descruzar una pierna, y al instante la otra y vuelta a comenzar la rutina un millón de veces más. Retraté en mi retina las casas con techos de pizarra que tenía enfrente, el silencioso bullicio de grillos y cigarras, el escaso ajetreo de gente…y leí, y leí, y me cansé de leer, del silencio, del sol, de la sombra, de comer a cada rato. Me arrepentí de cómo devoré un exquisito botillo, del hambre de chucherias que tuve mientras leía y pensaba y comía, y miraba los tejados y picoteaba distraída imaginándome vivir allí, sin Corte Inglés, sin calle Menacho, sin tiendas de chinos, sin escaparates para mirar… ¡en fin! que quedé saciada para mucho tiempo de vida contemplativa y además, entendí que tampoco hay que renegar de lo que somos ¡y a la mucha honra! –que dicen en mi pueblo. Urbanitas perdidos y entregados.
También había una plaza, recoleta, soleada, solitaria y, también leí en ella, y en ella también me acordé de Manjarín, y en ella le di vueltas al asunto del templario…
Creo que aún no eran las nueve de la noche cuando decidí subir al barracón de aquel albergue en el que habíamos sido los primeros peregrinos del día, y que aún a la hora de la siesta seguía estando escasamente habitado. Un par de chicos frente a nuestras camas y algún que otro bulto repartido aquí y allá bastante alejados de nosotros. Recuerdo un intento de siesta que aquellos dos muchachos espantaron rebuscando algo en sus inmensas mochilas, abriendo una docena de bolsas, enredando en el pozo sin fondo de aquellos plásticos que crujían como papel seda, cuchicheando enfados…¡que estropicio de siesta! Recuerdo haberme ido al patio, más parecido a corral, y haber mirado el horizonte…por cierto, lleno de humo pues se había desatado un incendio, o dos, y recuerdo que aunque siempre había soñado con tener un retiro espiritual, ya a esa hora, empecé a temer que el sueño se cumpliese.
¡Lo dicho, hasta el gorro…! Y cuando a las nueve de la noche subí a dejar el libro, el barracón estaba hasta la bandera, y por lo visto aquella gente habían pasado delante de mis narices mientras yo, en mi vida de contemplaciones y ensueños, sin percatarme de nada. En el dormitorio unas cuarenta camas ocupadas, y la luz de la ventana, prisionera detrás de una persiana sin dejar entrar ni un ligero clareo…y gente roncando.
Me quedé a los pies de mi cama, desconcertada. O me acostaba y dormía como aquellos bultos en las sombras, o volvía al banco de la puerta, o a la plaza recoleta, o al comedor a acumular más calorías…y eso hicimos. Comedor y poco después de las nueve y media, todavía con sol, a dormir como niños buenos, como buenos y cansados peregrinos, y la verdad…ya fuese de puro aburrimiento, ya de tanta paz y contemplación, ya de tener los ojos secos de tanto negro sobre blanco, que no tuve tiempo ni de volver a darle otra vuelta de tuerca al asunto del templario, a las tres tumbas del camino, y a Manjarín.
¡Buenas noches! –le dije a M-. Esperé en la oscuridad una respuesta pero en seguida entendí que la vida contemplativa también a él le había pasado factura.