La modernidad imposible: La vida en un hilo. El azar es una cosa muy cómica, ya lo dice Edgar Neville

Publicado el 11 diciembre 2010 por Esbilla

La vida en un hilo

Director: Edgar Neville

1945

España

92 min.

Fotografía: Enrique Barreyre

Música: José Muñoz Molleda

Guión: Edgar Neville

Reparto: Conchita Montes, Rafael Durán, Guillermo Marín, Julia Lajos, Joaquín Roa, Juanita Manso, Manolo París

Había pensado titular esta entrada “La mejor comedia española de todos los tiempos. Y punto.”, pero ya me pareció un exceso innecesario, no porque La vida en un hilo no cumpla con el requisito, que lo cumple, sino porque es una grosería innecesaria que contrasta con la sutileza, la gracia achampanada y el mordiente sin veneno pero con ganas de esta joya del todavía poco reconocido Edgar Neville.

Edgar Neville durante el rodaje de "La señorita de Trevélez" en 1934

La posibilidad de leer la excelente monografía, Edgar Neville: tres sainetes criminales (Cuadernos de la Filmoteca Española) que Santiago Aguilar (al cual le haré un sitio pronto por aquí) dedico en 2002 al autor madrileño, posibilidad propiciado por el mismo Santiago, por cierto, ha resultado ser un empujón decisivo para reencontrarme con un cineasta apasionante. Y digo cineasta, por que más allá de su enorme talento en esta ocupación ha quedada, por lo general, postergada por una mayor celebridad como escritor y comediógrafo, hasta el punto de ganarse un cierto estatus como director maldito, cuando no como diletante de la cámara e incluso como chapucero salvado por su descomunal habilidad para la carpintería del guión y la chispa del diálogo.

Este acercamiento a sido parcial, obligatoriamente parcial porque no son las películas de Neville las más fáciles de encontrar precisamente, con lo cual me he quedado sin ver títulos de tanto atractivo teórico como la primera adaptación de El malvado Carabel de  Wenceslao Fernández Flórez en 1935, con protagonismo del gran Antonio Vico, La señorita de Trevélez de 1936, un acercamiento a su querido Carlos Arniches, Café de París de 1943 en las que ya unía a Conchita Montes y Julia Lajos u otra adaptación del año 48 como El señor Esteve, sobre un original de Santiago Rusiñol que es otro latigazo a la mentalidad cejijunta y pequeñoburguesa. A la espera, pero ya localizadas, permanecen El Marques de Salamanca, biopic histórico también del 48 con protagonismo para Alfredo Mayo en la cumbre de su gloria y para la maravillosa Conchita Montes, El baile, una de sus piezas más populares, descomunal éxito teatral antes de ser película en 1959 (curiosamente lo contrario que La vida en un hilo), vista hace mucho y de recuerdo tan difuso como agradable y Mi calle, su despedida en 1961; una idea de película coral, intrahistórica y profundamente matritense que acarició durante mucho tiempo y que ni siquiera al final, pudo hacerse realidad tal y como Neville la había soñado.

De tal manera y con todos estos filmes desperdigados o inaccesibles y dejando aparte la espléndida comedia tierna contra el tiempo, El último caballo (1950), me quedaba centrarme, y con gusto, en la insuperable parte central de su filmografía, un recorrido virtuoso, inspiradísimo de solo dos o tres años. Un bloque entre 1944 y 1946 de tal solidez, de tal genio que no solo se puede decir que condensa el “todo Neville” de forma perfecta y depurada, sino que, con seguridad, ningún otro director español puede presentar semejantes credenciales en un espacio de tiempo tan corto y sin alteraciones de ningún tipo entre una cinta y otra. Así el Conde de Berlanga del Duero encadena, sin máculaLa torre de los siete jorobados en el 44, con la aquí tratada La vida en un hilo en el 45. Si la segunda es, lo repito, la mejor comedia filmada por cualquier cineasta español, la primera es una pieza irresistible, fundamental y prácticamente única (cualidad, por otra parte, compartida por todo este cuarteto). Un singular “los misterios de Madrid” sobre el folletín de Emilio Carrère (aunque en realidad solo le pertenezca menos que a medias, siendo su autor en la sombra Jesús de Aragón y para más pormenores del caso recurrir a la edición de Valdemar prologada por Jesús Palacios o al arriba mencionado volumen de Santiago Aguilar), insuperable mixtura de casticismo, ocultismo, comedia, expresionismo, goticismo e imaginación a escape libre. Imposible no rendirse a ese Robinsón de Mantua, fantasma tuerto de voz cavernosa y corazón de oro enamorado de la Venus de Milo al que encarna (es un decir) Félix de Pomés con toda propiedad o al viscoso Sabatini, malvado que compone con su sinuoso estilo habitual el excelente Guillermo Marín, otro actor nevilliano por naturaleza. Ese mismo año, apenas unas semanas después de concluida la anterior, Neville retoma el proyecto que tenía que haber rodado antes que la “alta comedia”: Domingo de carnaval. Nueva unión feliz de trama detectivesca y alma de comedia asainetada, situada en el Madrid de la primera década de los 10 y con la inspiración estético-conceptual de los cuadros carnavalescos del pintor José Gutiérrez Solana, en los cuales se dan la mano lo grotesco y lo popular, lo cruel y lo festivo, el espanto y la burla. Protagoniza, como no, una irresistible Conchita Montes enfrentada a un joven Fernando Fernán Gómez, ambos escudados, respectivamente por los sanchopancescos Julia Lajos y Manuel Requena, los cuales exceden cualquier tipo de halago. El círculo se cierra con una (otra) obra maestra, El crimen de la calle de Bordadores, nuevamente el Madrid del pasado, en este casi finales del XIX, sin sombra de decorativismo y rebosante de vida frenética empleado, no como fondo, sino como lugar exacto de una (otra) audaz mixtura genérica que hermana a Carlos Arniches con Bertolt Brecht y anticipa el París, bajos fondos (1951) de Jean Becker, que emplea el folletín a conciencia, se empapa de la crónica no escapa del melodrama, no rehúye la sordidez y deja un impronta permanente de vitalismo, emoción y autenticidad.

Podría haber escogido cualquiera de entre este cuarteto para desdecir esas afirmaciones que listaba al principio sobre el escaso oficio, o el poco gusto por el oficio y el mucho por los placeres mundanos, de Neville como director (de hecho es posible que algún otro aparezca y es seguro que Neville volverá en breve) pero el carácter de rareza que La vida en un hilo luce entre los otras tres, más emparentados entre si de una manera u otro y formando casi un ciclo sobre el Madrid a caballo entre dos siglos, por su carácter contemporáneo, por su acercamiento desenfadado y españolizado a la alta comedia americana, sin despreciar influencias que abarcan de Nöel Coward a Jean Renoir,  de los Ernst Lubitsch, Mitchell Leisen o Preston Sturges y por su combinación de sofisticación interna y sencillez externa, tan fácil en apariencia como rematadamente compleja en realidad. O mejor dicho, convertida en fácil por la pasmosa fluidez de la puesta en escena de Edgard Neville director, asistido por el virtuosismo para la creación de personajes y tipos, para la frase y la réplica del Edgar Neville escritor, ambos fusionados en un derroche de clase, humorismo lúcido y lúdico, “anticursismo” y “antipelmacismo“ por el Edgar Neville autor. Esta joya, como ya viene siendo triste costumbre en la distribución nacional no se encuentra disponible en edición alguna en DVD (aunque creo recordar que, en su momento si tuvo edición en VHS), por lo tanto no queda más que recurrir a la distribución paralela, que es la que verdaderamente se preocupa de estas cosas o directamente verla aquí mismo. La calidad es la que hay (¿restauración? ¡Ja!), :

Una sola escena valdría por si misma como reivindicación del talento de Neville como director, se su magisterio puramente cinematográfico: la radical elipsis que cuenta, sin solución de continuidad, la conversión de Mercedes de casada a viuda con solo entra y salir de una habitación, mientras el bodoque de Ramón afirma todo ufano que desde ese día, y para mayor salud, piensa dormir con la ventana del balcón abierta. El resultado; pulmonía al canto. Desde luego el film es pródigo en estas sutilezas, que incluyen un divertido juego de manipulación de la ficción desde dentro de la misma ficción que se concreta en momentos como la aparición de Ramón durante la boda sustituyendo a Miguel con un toquecito en el hombro o el olvido de mercedes de aceptar la invitación de Miguel para compartir taxi en su vida posible, saldado mediante la voz en off de Julia Lajos recordándole a Conchita Montes que tiene que decir que “si” y la réplica de esta afirmando que se le había pasado para reconducir la acción desde el otro lado de la ficción. Los ejemplos de puesta en escena menudean, pero Neville trata de esconderlos aspirando a un formalismo invisible de enorme sencillez, sinónimo siempre de complejidades para lograr esa sensación de fluidez.

El nacimiento de La vida en un hilo tuvo ya de por si, algo de azaroso. El autor había anunciado que su primera producción independiente sería Domingo de Carnaval, cuando se le cruzó por la mente una idea distinta. Sin más ni más se le ocurrió, de forma completa, una comedia sobre un par de temas tema muy serios: el destino y la felicidad.

La influencia del azar en la vida y el peso de las elecciones habrían, por un lado la puerta a ese elemento fantástico tan querido por Neville y permitían la construcción de una comedia falsamente ligera, tratando, como siempre el ámbito de La Codorniz lo serio muy en broma, que es como hay que tratar estas cosas existencialistas. Decir que las aspiración máxima de Mercedes es casarse bien es quedarse un tanto en la cáscara, aunque no se pueda negar que sea cierto. Mercedes no aspira a lo pequeño, porque no tiene corazón de burguesita pelma, Mercedes aspira a lo absoluto, a lago tan desorbitado y abstracto como ser feliz. En una irónica inversión de términos Neville hace que, cuando se case bien sea infeliz y cuando quiera ser feliz se case bien.

La censura no presentó mayores problemas y únicamente puso pegas al asunto de los poderes adivinatorias del personaje de Julia Lajos. El director/guionista se cuidó de enmascararlos mediante diversos subterfugios, y ella misma los describía como una mezcla de intuición e imaginación (aunque luego quede bien claro que son genuinos) y el presupuesto se ajustó, como siempre, a lo mínimo. Cabe recordar que en la época la falta de celuloide era un problema acuciante hasta el punto de que este se vendía de estraperlo. Esta pobreza de medios la resuelve el director apoyándose en la gracia del diálogo y la brillantez entregada de los actores, el vertiginoso intercambio de réplicas entre Mercedes y Ramón recogido prácticamente un solo plano frontal simulando el interior del taxi es una muestra ideal através de la cual Neville no solo resuelve la escena completa del taxi, sino que define los términos de la relación entre Miguel y Mercedes como un duelo perpetuo de inteligencia y humor, en contraste con la manifiesta sosería del anterior viaje en compañía de Ramón.

De tal manera y en tiempo record Edgar Neville levanta su nueva producción, la brillantez de la idea y su ejecución de orfebre no impidieron una incomprensión más o menos generalizada, y es que el público no terminaba de entender aquello de que Conchita Montes estuviera casada con dos maridos y cual vida era cual. El afán cosmopolita del autor se estrellaba contra la realidad nacional, una realidad que él mismo pretendía aliviar aún retratándola sin mayores tapujos.

En La vida en un hilo hay crítica, y mucha, pero la mirada no está inyectada en sangre, no carga la mano, ni hay sombra de sarcasmo o crueldad en el retrato de estos personajes que llevan la sátira de serie. Son mezquinos y envidiosos, vulgares y dañinos, Neville los reproduce tal y como son, primero exclama “¡son así!”, luego suspira, “que se le va ha hacer”.

En palabras de Mercedes sobre su vida junto a la familia política: “Había una mezcla de ordinariez y cursilería verdaderamente enternecedora. Y el caso es que no eran mala gente

Como el Preston Sturges de Los viajes de Sullivan, Neville comprende que la comedia es un “específico” contra el dolor cotidiano y que al público de la España de 1945 lo que menos falta le hacía era que gente más rica, más guapa y mejor alimentada que ellos les recordaran la miseria en la que vivían un día tras otro. La vida en un hilo es una comedia alegre, ligeramente maliciosa y rebosante de encanto e inteligencia, que ensalza a los optimistas, a los vitalistas y a los que buscan ser felices, como Miguel y Mercedes, que comprende y acepta a los que no tienen maldad y molestan sin querer, a los pelmazos inconscientes como Ramón y que refleja, esta vez de manera implacable, a los aburridos, a los chismosos y a los criticones, a los que no tienen mayor aspiración que la de figurar e ir de visita. Es decir, a esa parte de España misma que son Doña Purificación y Doña Encarnación, personajes estos que saltan sin alteración ninguna desde la páginas de La Codorniz a las de La familia Mínguez y a sus estelares apariciones en la vida en un hilo glosando las virtudes de una paella o del queso y sancionando el comportamiento poco decoroso de una vieja a miga de Mercedes, la cual, según ellas, fue caballista en un circo e iba medio desnuda -a lo que Mercedes replica que “no, el que iba desnudo era el caballo”.

Este par de señoronas vulgares y groseras a las que dan cuerpo María Brú y Eloisa Muro son, para Neville, el epítome de lo peor del país, la antología de “lo cursi” del quiero y no puedo, de ridículo estrepitoso, de la clase sin clase, de los que decían que su hija pasaba el veraneo en San Sebastian o Santander y luego la tenían encerrada para que la vieran los vecinos, de lo que iban a la estación para que los despidieran y se bajaban en el siguiente apeadero.  En una brillante definición del escritor venezolano Carlos Yusti explica “lo cursi” tal que así: “Se podría denominar que lo cursi es una exageración empalagosa por el artificio, es una inclinación en superlativo por el mal gusto. Posee una lógica entre lo solemne y lo caricaturesco. Lo cursi no es el paraíso, sino su añoranza con soponcio y telele incluido.

Antítesis de esto es la presencia, mágica, de Conchita Montes. No ya una actriz insólita sino una mujer insólita en la España de los 40. Actriz sin mayor vocación, fue lanzada al asunto por los productores italianos de Frente de Madrid, coproducción mussoliniana que Neville había emprendido sobre un original suyo cunado lo que tocaba era congraciarse con el régimen y en la cual ella había sido contratada como guionista, labor que recuperaría en la adaptación de Nada, la famosa novela de Carmen Laforet que fue todo un proyecto personal que Neville le dirigió con rendida pasión, creadora del “Damero maldito” para La Codorniz, traductora, escritora y finalmente diva teatral y cinematográfica sin antecedentes ni continuadoras. Atracando otra vez a Santiago Aguilar recojo esto de su Edgar Neville: tres sainetes criminales: “(…) actriz, española, joven, guapa, educada, fina y con buen gusto: capaz de hacer papeles de alta comedia, capaz de no hacer ingenuas ni mozas de folklore”

En coherencia con esto le escribe La vida en un hilo donde no resulta difícil advertir un toque autobiográfico en la divertida relación de Mercedes y Miguel, un torrente de complicidad, bromas privadas y reglas secretas, un sentido lúdico del amor y la vida que no resulta aventurado pensar que replica la propia relación de Edgar Neville y Conchita Montes. Pero no solo ella reluce (o precisamente por esto reluce), sino el riquísimo tapiz de esos adorados característicos del autor, hasta el punto de que cada personaje episódico está perfilado de tal modo que resultan memorables -el taxista al que incorpora el polifacético Enrique Herreros, dibujante de las portadas de La Codorniz y mil y una cosas más, el marchante de arte que compone Manolo París (al cual Neville le escribe un par de diálogos antológicos), el cual falleció antes del estreno, la insufribles tías solteronas Escolástica y Ramona que firman Juanita Mansó y Joaquina Maroto, el atontolinado amigo de Miguel a cargo del siempre entrañable Joaquín Roa… Y luego, claro está se lucen el resto de protagonistas, la ya mencionada Julia Lajos, su voz de tiple y su risa contagiosa como la divertidísima Madame DuPont, una profesional de gran talento, favorita del director y con la cuál Conchita Montes tenía una química superior que nacía de su totalidad disparidad física e interpretativa. De Ramón, el pelmazo de libro, se ocupa Guillermo Marín,  que aquí dibuja un personaje descacharrante, tan cándido como letal. El galán recae en una auténtica estrella, Rafael Durán, que venía de trabajar con todos los primeros espadas de la época en títulos como la triunfal El clavo, folletón según Pedro Antonio de Alarcón a cargo de Rafael Gil o exitosas comedias como Ella, él y sus millones de Juan de Orduña, uno de sus seis emparejamientos con Josita Hernán o El destino se disculpa, una traslación de Wenceslao Fernández Flórez realizada por uno de los favoritos de la época, José Luis Sáez de Heredia. Actor un tanto afectado, pertrechado de un estilo altisonante muy habitual de la época, que es reconducido sabiamente por Neville hacia una combinación de entusiasmo y autoconsciencia un punto paródica en el cual Durán funciona perfectamente, logrando un fenomenal entendimiento con Conchita Montes, una dinámica realmente chispeante que redondea una película, sencillamente, deliciosa. Una de esas que no toman el nombre del entretenimiento en vano, ni lo confunden con un sinónimo de estulticia.