La monja de las llagas

Por Desdelaterraza

      Se llamaba María Josefa de los Dolores Anastasia Quiroga Capopardo, pero el nombre por el que ha pasado a la historia es el adoptado, por mandato de la Virgen María, según dijo, de Sor Patrocinio, y por el que el pueblo le dio: “La monja de las llagas”.

    Su vida, desde el primer momento, fue un torbellino. Eran sus padres don Diego de Quiroga y Valcárcel y doña Dolores Capopardo del Castillo; él, de origen gallego, era un alto funcionario de la monarquía borbónica que se negaba a prestar fidelidad a José Bonaparte; ella oriunda de tierras manchegas, linajuda señora con casa en San Clemente.

    Huyendo de las tropas francesas, que los persiguen, desde Madrid marchan por separado buscando refugio en San Clemente. Parte primero doña Dolores, que se halla en estado de buena esperanza y poco después lo hará don Diego para reunirse con su esposa.

    Hallábase doña Dolores en camino, próximo su destino, cuando le sobrevinieron los dolores que anunciaban el inminente alumbramiento, por lo que, avistando una venta llamada del Pinar, allí se dirigió. Podemos dar por cierto, porque así consta en su partida bautismal firmada por don Francisco Montoro, teniente de la parroquia de Santo Domingo de Silos de Valdeganga, en Cuenca, que María Josefa nació en la Venta del Pinar, un 27 de abril de 1811 y que fue bautizada el 5 de mayo de ese mismo año. Nada, como es natural, dice el documento sobre el abandono de la recién nacida en los campos del Pinar de San Clemente, de cómo milagrosamente acertó a pasar por el lugar el padre de la criatura, que salvándola de una muerte segura, pidió a doña Ramona, la abuela materna de la niña, cuidara de ella en aquellos instantes. Esto se conoce por las palabras dichas por la propia Sor Patrocinio y escritas por Sor María Isabel de Jesús, hermana concepcionista que la trató.

    Otros hechos de la infancia de quien iba a ser llamada a confundir la religión con la política fueron contados por doña Ramona del Castillo y Paños. Se referían muchos de ellos a los malos tratos y el rencor que doña Dolores proyectaba sobre su hija mayor. Mucho de desequilibrio debía haber en su comportamiento para con esta hija, el caso es que constantes eran las penalidades que la madre, más propensa en su cariño hacia Ramona, infligía a María Josefa. El más ruin de todos fue el intento de envenenar a la niña. Tuvo suerte la futura monja, pues un criado de la casa advirtió el caso y logró impedir un fatal desenlace.

    Desconfiaba mucho don Diego de su esposa en el trato que podía dispensar a su hija mayor, y cuando el rey Fernando restableció a don Diego en sus cargos y fue destinado a Valencia, llevó este con la familia a doña Ramona, sabedor de que esta quería bien a su nieta; y con ella vivía la pequeña María Josefa, con el consentimiento de la madre. Pero el infortunio pronto se cebó con la familia y repentinamente murió don Diego. Volvía pues la viuda de Quiroga con su anciana madre y sus cinco hijos a Madrid, y la pretensión de encontrar para su hija María Josefa, de doce años ya, un halagüeño futuro. 

Ayuntamiento de San Clemente

         Tenía la niña una precoz vocación por la vida religiosa, y aunque su madre no parecía compartir la devoción de su hija, consintió que a su llegada a Madrid la pequeña María Josefa ingresara como educanda y con la protección de la marquesa de Santa Coloma en el convento de las Comendadoras de Santiago.             
   Crecía la fe de María Josefa al tiempo que su belleza. Sin tener en cuenta lo primero, eran muchos los jóvenes madrileños que, fijándose solo en lo segundo, pretendían los favores de María Josefa haciéndola objeto de sus galanterías. Uno de los más osados y pertinaces en sus intentos era un joven abogado llamado a ser actor de grandes papeles en la historia de España. Su nombre era Salustiano Olózaga.

   El abogado Olózaga no se daba por vencido. Ni cuando María Josefa ingresó como novicia cesó en sus demandas. Pero la vocación de la novicia era tan firme como el rechazo a su pretendiente que, despechado, nunca se lo perdonaría.

    Cuando profesa sor Patrocinio, hace públicas las llagas que aparecieron en sus manos; allí está Salustiano Olózaga, aún rencoroso, para denunciar a la monja de fraudulenta impostora.

   En el verano de 1834 una epidemia de cólera causaba estragos en Madrid. La travesura de un niño que tuvo la ocurrencia de arrojar un puñado de arena en las cubas de un aguador sirvió de detonante para calamidades a las que con demasiada frecuencia se ha visto abocada la historia de España. A las quejas del aguador perjudicado, la gente inició la persecución del chiquillo, gritando que eran los frailes quienes mandaban al muchacho envenenar las aguas; y dándole alcance fue muerto a golpes de puñal. No pareció la sangre del muchacho suficiente, y desenfrenada la gente de peor catadura comenzó la barbarie contra los religiosos de muchos conventos de la Villa. Entre blasfemias, accedían los embrutecidos impíos en los conventos prendiéndoles fuego y asesinando a sus moradores.

    Un año después, durante el corto ministerio del Conde de Toreno, se decretó la expulsión de España de los jesuitas y el cierre de todos los conventos con menos de doce frailes. A Toreno le siguió Mendizábal, anticlerical recalcitrante, y Olózaga, entonces gobernador civil de Madrid, de la milicia nacional y jefe de los progresistas, no perdió la ocasión de hostigar a Sor Patrocinio. Detenida por “impostura artificiosa y fanática y una tentativa para subvertir el Estado y favorecer la causa del príncipe rebelde”, se acusaba a la religiosa de ser los estigmas que aparecían sobre su costado, manos y pies, causados por las heridas y productos cáusticos que la propia religiosa se aplicaba, poniendo hechos tan sobrenaturales al servicio de la causa carlista. Para demostrarlo se vigilaba continuamente a sor Patrocinio, y cuando certificaron los médicos que estaban curadas las llagas de la monja, acudió el fiscal con el doctor Argumosa, uno de los médicos que siguió el caso, para comprobarlo, mas al descubrir las heridas de los vendajes, se dice que brotó la sangre con tal fuerza que manchó las ropas del médico, negándose el fiscal a firmar la certificación.

    Desterrada sor Patrocinio a Talavera de la Reina, ya nunca lograría dejar de ser “La monja de las llagas” y según muchos autores influyente personaje en la vida política durante el reinado de Isabel II.