Media vida le ha llevado ascender hasta la cúspide, demoliendo a su paso las osamentas devoradas de sus inanes adversarios. Desde las alturas siderales de su montaña de fruslerías columbra Evaristo cómo los cóndores y los gavilanes planean sometidos bajo sus pies. En la lontananza se extiende su imperio de bagatelas de oropel, cegándole el juicio con marchitos relumbres. La muchedumbre mundana consume miserias consuetudinarias y yerra apelmazada como un ejército de hormigas lisiadas.
¡Allá rutilan sus castillos y navegan sus bajeles! Atracan los navíos transatlánticos frente a las interminables monstruosidades de hormigón que ha erigido frente a la costa: hoteles de cuatro y cinco estrellas de altanería rayana a su egolatría.
Desde su faraónica montaña de fruslerías el mundo parece reductible y dúctil, y sus triviales moradores, meros borrones de un gazapo olvidable. Se deja Evaristo acariciar por una brisa sedosa y plateada. Se gira ensimismado para sembrar su verborrea en los oídos de vasallos menoscabados y parias sin futuro.
Pero está solo, colgado de un sueño paranoide entre las nubes. No hay siervos rindiendo pleitesía ante sus pies que hilvanen loas y odas y prosopopeyas en honor a su excelsitud. Tan sólo la estólida voz del eco le acompaña sobre su perecedera montaña de nimiedades, repitiendo en un canto monomaníaco que lo tiene todo, y sin embargo no tiene más que una baldía montaña de fruslerías.