Obnubilado, con expresión estólida y extática, Leandro Cortés admira su montaña de oropel, enhiesta y altanera como una pirámide de megalomanía.
Se atiborra su esencia mundana de boato y vanidad, contemplando al prójimo como al advenedizo lacayo que hubiera abandonado su residencia en las cloacas para contaminar el aire que él respira. Sus palacios de oro y los barcos que fondean en océanos de plata cristalina son el pago ilegítimo por acciones de latrocinio desmesurado y escamoteo execrables.
La montaña de oropel de Leandro Cortés se alimenta de la ignorancia de los demás, que duermen en lechos de bajo abolengo mientras él fagocita de las entrañas del erario público, como un vulgar roedor que saliera de su lóbrega galería subterránea cuando la ciudad reposa y baja la guardia. Nada le pertenece, pero posee cuanto desea, pues su inverecundia corre pareja a su vergonzosa inmoralidad.
Con hermético y lacónico discurso disfraza su semblante de herido orgullo y reputación mancillada, poniendo en sus labios leyendas de desconocimiento, probidad y error garrafal acaecido sobre su hidalga persona. De camino al calabozo, Leandro Cortés demanda pleitesía y prebendas zarianas, como si sus faltas y delitos fueran meros malentendidos subsanables con adinerados sobres sibilinos que pasaran de mano en mano por debajo del subsuelo de la corrupción humana.