«Dos jornadas de viaje alejan al hombre – y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia– de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio crea transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero que, de alguna manera, superan a éstas».
Lo de verano lo digo por convención, por situarnos, pues las estaciones y el tiempo climatológico son caprichosas y azarosas en la alta montaña. También lo es ese otro tiempo que marcan nuestros relojes, el cual no deja de ser otra convención. Y es que cómo medir algo tan relativo y subjetivo. Cómo aprehenderlo. Que le pregunten si no al joven ingeniero por la duración de esas tres semanas que pensaba pasar en Berghof. Que le pregunten también por la duración de su estancia real que terminó por prolongarse varios años. El tiempo allá arriba trascurre de otra manera. Sigue su propio ritmo. Es un oasis dentro del mundo del que procede Hans Castorp.
Digo allá arriba porque así es como hablan de sí mismos los de allá arriba. Lo dicen así, como con un toque de misterio e incluso de distinción.
Los de allá arriba son los enfermos tuberculosos y el personal del sanatorio Berghof, así como algún visitante ocasional. Sin embargo, el ambiente que reina en el lugar se parece más al de un balneario o al de un sitio de recreo. La indolencia, la ociosidad y los juegos de sociedad ocupan el tiempo de los enfermos, así como las comidas opíparas, los paseos y las curas de reposo se suceden y alternan cíclicamente dando homogeneidad a los días y procurando una rutina que, más que monotonía, supone un estado placentero y reconfortante. No hay que olvidar, no obstante, que el Berghof también cuenta con enfermos graves y que la muerte es otro huésped del sanatorio, si bien el personal se ocupa de ocultarla discretamente en aras de conservar la tranquila animación que predomina en el lugar. Aun así —y tal vez no como nos la imaginamos— la enfermedad lo rige todo. Para los que no hay esperanza supone una insospechada libertad. Para demasiados otros es excusa para permanecer en ese oasis, en ese microcosmos ajeno a las obligaciones y ocupaciones del mundo de abajo.
Entre esos otros se encuentra nuestro protagonista. Es cierto que si no parte tras las tres semanas de su llegada es por consejo médico. Pero no es menos cierto que le ha cogido el gusto al modo de vida de los de allí arriba y que cada vez se siente más uno de ellos. Variopintos son sus compañeros en esta nueva aventura de su vida. Numerosos son también. Me contentaré con mencionar —amén de al bueno de Joachim, ese soldado cumplidor del deber tan diferente a su primo— a Madame Chauchat, la insolente rusa que comparte con las manchas en el pulmón de las radiografías que le hacen a Castorp la responsabilidad en las décimas de fiebre que marca el termómetro cada vez que este se toma la temperatura, y al infatigable Lodovico Settembrini, el humanista italiano que se ha autoimpuesto la tarea de educar al joven Castorp y recuperarlo para el mundo de abajo. A este didáctico cometido se sumará Naphta. Ambos personajes mantienen una lucha titánica, un duelo dialéctico sin parangón a través del cual se disputan la atención de Castorp y casi pareciera —por su implicación y ferocidad— que también su alma. Lejos de sentirse incómodo o intimidado por ello, el joven se presta al juego encantado, pues, desde que se ha aclimatado al mundo de allá arriba, le ha dado por adquirir conocimientos, por leer, por instruirse, por reflexionar y analizar, por, en suma, lo que él mismo ha dado en llamar gobernar, algo que su querido Settembrini no siempre ve con buenos ojos y sobre lo que no deja de alertarle.
«El análisis es bueno como instrumento para la ilustración y la civilización, es bueno en la medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa prejuicios naturales y hace tambalearse los cimientos de la autoridad; en otros términos: es bueno en la medida en que libera, afina, humaniza y prepara a los siervos para la libertad. Es malo, muy malo, en la medida en que impide la acción, daña las raíces de la vida y es incapaz de darle una forma a esa vida. El análisis puede ser algo muy poco apetecible, tan poco apetecible como la muerte, de la que en realidad es parte... Está emparentado con la tumba y esa anatomía que la acompaña».
El Schatzalp —actualmente reacondicionado como hotel— fue un sanatorio de lujo para tuberculosos.
En La montaña mágica se menciona en varias ocasiones por su cercana ubicación al ficticio sanatorio Berghof.
Fotografía de julesandbear.com para Hotel Schatzalp bajo licencia CC BY-ND 2.0.
La montaña mágica está considerada una de las cumbres de la literatura universal. Su ascensión no es un paseo liviano. Hay que dar unos cuantos pasos para ubicarse y hacerse con el lugar. Una vez adaptados e inmunizados contra el mal de altura, la ascensión ha de ser continuada sin prisas. Sigue sin ser una excursión para domingueros, pero ya nos podemos parar a admirar su fina ironía, a sentir simpatía por unos personajes que en un inicio no provocan sino indiferencia y a tomarle el pulso al ascenso y a sus diferentes áreas de descanso y recovecos en los que perderse a la vez que encontrarse.
No será esta una lectura del agrado de muchos lectores. Ello no la hace mejor ni peor que otras grandes novelas. Por poner un ejemplo, Los Buddenbrook, novela de similar extensión y, aunque muy diferente a esta, escrita también por Thomas Mann, es una lectura mucho más agradecida y que pienso puede aunar una mayor cantidad de lectores y, personalmente, no la considero inferior a la que nos ocupa (si bien tampoco superior). En La montaña mágica la trama avanza muy lentamente. Es una novela con una fuerte carga filosófica. Las discusiones entre Settembrini y Naphta pueden agotar hasta al lector más aguerrido. Son maratonianas, maravillosas, reveladoras, confusas y contradictorias. Son estas, sin embargo, una confusión y contradicciones buscadas por el autor.
La paradoja y contradicción no solo están presentes en los duelos entre los dos mentores del joven Castorp sino que asoman por aquí y por allá en esta novela. Así, por ejemplo, no deja en ella de haber alusiones y guiños como la vida presentada como una paulatina descomposición de la materia orgánica, las sustancias químicas que encierran en sus fórmulas vida y muerte al ser a la vez veneno y bálsamo, los días y horas de luz que se acortan en verano y se alargan en invierno o la música y el arte que nos despiertan a la vez que anestesian. Todo ello no hace sino alumbrar lo intrínsecamente que están ligadas la dicotomía y dualidad presentes en la vida.
Sobre la vida, pero en sentido biológico y también filosófico (la biología y la filosofía siempre tan unidas), hay un maravilloso subcapítulo que no tiene desperdicio. Ya veis que mi ascenso a esta montaña ha tenido su recompensa. Así, otra de las delicias de esta lectura es la prosa y sutileza de Thomas Mann, que brilla especialmente cada vez que describe a Clavdia Chauchat a los ojos de Hans Castorp. Pero lo que sin duda es para mí la cima de esta obra es la propia ascensión de su protagonista a su propia cumbre. Su incursión en esquíes a la montaña nevada lo enfrentan a unos inusitados silencio y soledad muy diferentes a aquellos otros procedentes de la ausencia de sonidos, voces y seres humanos, y lo lleva a adentrarse en la naturaleza salvaje y en la perfección de los cristales de nieve dejándose arrastrar hacia un abismo tentador.
Son varios los temas que trata esta novela. Recurrentes son en ella las disertaciones sobre el tiempo. También habla sobre la enfermedad y la muerte. Si tuviera, sin embargo, que expresar en pocas palabras de qué trata La montaña mágica —tarea, por otra parte, imposible y por tanto osada por mi parte—, diría que versa sobre los peligros del exceso de análisis y reflexión, sobre la inactividad a la que este exceso puede conducir y lo contraproducente que puede ser, por tanto, para el progreso de la civilización. No obstante lo osado de mi resumen, pienso que Settembrini suscribiría mis palabras, así como que me da que el propio Thomas Hans estaría bastante de acuerdo con el italiano.
Curiosamente (o no tan curiosamente, pues es algo que me pasa bastante a menudo), al hilo de la inactividad y del análisis y la reflexión no he podido evitar acordarme en algún momento durante mi lectura de esta novela de otras dos lecturas muy recientes pero muy diferentes entre sí así como también de la que nos atañe. Se trata del cuento de Antón Chéjov La sala número seis y de la novela de Ottessa Moshfegh Mi año de descanso y relajación, cuya protagonista, por cierto, es despertada de su sopor, al igual que nuestro Hans Castorp es despertado de su ociosidad, por un chute de realidad.
Katia Mann, esposa de Thomas Mann, fue paciente en el sanatorio Wald de Davos en 1912. Dicha estancia fue el germen que inspiró a su marido La montaña mágica. Cabe suponer que Katia se sometería allí a curas de reposo como esas a las que tanto gusto les tomó Hans Castorp. Quizás no sería demasiado desorbitado suponer que su actitud ante las mismas sería tan relajada como la que muestra en esta fotografía en la que posa en 1933, con Thomas Mann detrás, en un lugar indeterminado de Lavandau, Francia.
Fotografía de Annemarie Schwarzenbach en dominio público. Fuente: Biblioteca Nacional de Suiza, SLA-Schwarzenbach-A-5-08/246.
La fuerte carga filosófica de esta novela no deja de contener cierta carga política. Así, Settembrini alude reiteradamente a una especie de conflicto entre oriente y occidente, asociando el occidente con la civilización, el humanismo y el progreso que tan vehemente e incansablemente defiende. He comenzado esta entrada situando la novela reseñada en el tiempo estacional en el que arranca, así como haciendo alusión al tiempo previsto por Hans Castorp para pasar en la montaña. El tiempo, mágico como esa montaña, se acorta y se dilata a su antojo, y así como los primeros días del joven Castorp en Berghof trascurren lentamente en relación con los años que pasará en ese lugar, también las páginas de esta novela se prolongan o acortan siguiendo la aguja del tiempo psicológico más que la de ese otro tiempo que dicta el calendario. El tiempo es ambiguo, engañoso, imperturbable a nuestros deseos. No obstante, el mundo de abajo se empeña en domarlo: relojes, calendarios, hitos históricos. El tiempo histórico en el que trascurre esta novela son los años previos a la Primera Guerra Mundial y la situación política que la desencadena transcurre soterrada bajo esa montaña sobre la que se alza ese microcosmos que es un solaz. Sin embargo, ni la magia de esa montaña sobre la que se ha conjurado la detención del tiempo es capaz de resistir ante la estupidez, la barbarie y la sinrazón humanas.
«–¡Con razón, con razón! De acuerdo, le ha ofendido. Pero no le ha insultado. Hay una diferencia, permítame. Se trata de cosas abstractas, intelectuales. Con temas intelectuales, se puede ofender pero nunca insultar. Es un axioma que todo tribunal de honor admitiría, puedo asegurárselo. Por lo tanto, lo que usted le dijo de la «infamia» y del «castigo» tampoco es un insulto, pues lo dijo en un sentido metafórico, intelectual, y eso no tiene nada que ver con la esfera personal, que es donde existe la posibilidad del insulto. El pensamiento jamás puede ser un asunto personal, esto es lo que completa y desvela el significado del axioma, y por eso...–Se equivoca, amigo mío –contestó Settembrini con los ojos cerrados–. Se equivoca en primer lugar al sostener que el pensamiento no puede entenderse con carácter personal. No debería pensar eso. –Y sonrió con un gesto tan refinado como doliente–. Pero se equivoca fundamentalmente en la apreciación de que el espíritu, en general, no es lo bastante importante para provocar conflictos y pasiones tan fuertes como esas otras que trae consigo la vida misma y que no pueden solucionarse sino mediante las armas. All’ incontro! Lo abstracto, lo depurado, lo ideal es, al mismo tiempo, lo absoluto y, por lo tanto, lo realmente importante e intocable; y por eso alberga muchas más posibilidades de despertar el odio y la enemistad irreconciliable que la vida social. ¿Y aún le extraña que pueda llevar al enfrentamiento físico, al duelo, a la situación realmente radical: la lucha a muerte, mucho más directa e implacablemente que cualquier conflicto de ese otro ámbito? El duelo no es una «institución» como cualquier otra. Es lo último, es la vuelta al estado originario de la naturaleza, apenas atenuado por un código caballeresco muy superficial. Lo esencial de esta situación sigue siendo su elemento netamente primitivo: el cuerpo a cuerpo; y todos debemos estar dispuestos para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Puede verse en ella en cualquier momento. Quien no es capaz de defender un ideal con su vida y con su sangre, no es digno de llamarse hombre, y hay que ser un hombre por espiritualista que se sea».
Ante este panorama, ¿quién no sufriría la misma tentación que sufrió Hans Castorp de demorar la partida de este paraje situado más allá del mundanal ruido?
En la fotografía, de Ma Li y bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0, nuevamente el Hotel Schatzalp, con vistas a mágicas montañas
Ficha del libro:Título: La montaña mágicaAutor: Thomas MannTraductora: Isabel García AdánezEditorial: DebolsilloAño de publicación: 2020 (1924)Nº de páginas: 1056ISBN: 978-84-663-5240-6Comienza a leer aquí
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