1. La montaña análoga.Hay valores visibles, explícitos en los paisajes, que conviven con otros ocultos, invisibles, con frecuencia tanto o más significativos. Éstos requieren ahondar en lo que no está a la vista. La condición oculta del paisaje es una referencia necesaria de valor y determinados paisajes quedan a veces estrechamente enlazados a esa carga simbólica. Así, en el valor oculto de la ascensión reside un símbolo espiritual de su itinerario y del encuentro con lo alto. La mirada se lanza desde una perspectiva que acaso pueda encontrarse mejor en las bibliotecas y los museos que en el propio terreno. Hay novelas que exploran ese mundo simbólico expresamente, como La montaña análoga, de Daumal, una alegoría del diálogo interior con la naturaleza, cuya realidad es mejor que la fantasía, o El olor de la altitud, de Jouty, que remite incluso a lo inalcanzable e inexpresable, mezclando la ascensión real y la espiritual por el paisaje propio de lo extraño, donde la valía moral cuenta más que la capacidad física, porque la cumbre verdadera no se corresponde con la cumbre material. Significan no sólo enlaces con aspectos sublimes de la realidad sino más concretamente con la cultura, o con algunos de sus componentes específicos: por ejemplo, lo inexpresable de la montaña enlaza con Senancour, o la mística de la ascensión con sus metáforas poéticas. Y así sucesivamente. Se están invocando aquí, con claridad para quien transite por esos mundos, aunque sin decirlo, órbitas propias de las letras y las artes.
Pero la ascensión de la montaña real es siempre el recorrido de un paisaje, el recorrido apropiado al declive y la rugosidad naturales, en el que es preciso un trato directo con tal paisaje, que opone su resistencia y ofrece sus posibilidades. En todo el proceso de la ascensión se sopesan las fuerzas y habilidades del ascensionista con las fuerzas estáticas y dinámicas de la montaña.
Al mismo tiempo, no menos cierto es que hay, además, una constante experiencia espiritual que puede tomar una expresión religiosa, incluso mística, presentes en la literatura alpina de modo abundante. Pero la relación entre montaña y religión es amplia, más amplia que el alpinismo, y tiene sus raíces en lo más viejo y hondo de nuestra cultura. El Himalaya es llamado por ello la morada de los dioses. El Monte Kailas, en el Transhimalaya tibetano, tiene un carácter religioso en sí mismo y como objeto de peregrinación aún más intenso y vigente, extendido a budistas, hinduistas y bon. El fuerte simbolismo de estas montañas y de sus chorten o estupas, principalmente en el budismo tántrico, adquiere una dualidad significativa de la montaña como templo y del templo como montaña. La forma del chorten, además de su sentido general como túmulo y punto de devoción, tiene significados cósmicos estratificados de la tierra al cielo, de modo que su base atañe a la tierra y se refiere a un tipo de saber, el de la identidad, su domo central es símbolo del agua y del saber ver, su mástil hace referencia al fuego y al saber discriminar, su culminación significa el aire y el saber de los actos, y finalmente los símbolos solar y lunar que lo rematan evocan el éter y la sabiduría de la ley. El chorten es, pues, también un símbolo del eje anclado en el suelo y que se lanza al cielo. Nuestro mismo Teide fue considerado por los clásicos como “trono de los dioses” y tal vez como eje del mundo entre los aborígenes. Y no hablemos del alcance tan intenso en la cultura de los signos mitológicos del Olimpo o del Parnaso. La otra raíz mayor en la relación entre montaña y religión en nuestra cultura procede de los conocidos sucesos bíblicos del Monte Sinaí. El símbolo religioso de la ascensión es, pues, explícito, y prosiguió en diversas propuestas ascéticas y místicas. Y la subida es entonces expuesta como un método religioso y una de las maneras de realizarse el viaje de la prueba que lleva a la iluminación o a la revelación, que no son lo mismo. El ermitaño significa genéricamente el deseo de retirada, de apartamiento en la naturaleza y de adentramiento en la montaña, porque ésta proporciona ampliamente ambos requisitos: naturaleza y soledad. Desprovista de éstas la montaña deja de ser, por tanto, desde un punto de vista simbólico y no sólo naturalista, un bien mayor.
Las raíces universales de las relaciones entre altitud, montaña, ascensión y experiencia religiosa tienen muchas de sus claves catalogadas. Algunas, por Samivel, con la capacidad de sugerencia tan característica de este escritor de la montaña alpina, y con las numerosas referencias eruditas que era capaz de aportar, en este caso sobre las múltiples modalidades que adoptan las concepciones religiosas de la montaña en la historia y en la geografía. Al abordar el simbolismo de la altitud señalaba Samivel la asociación primaria entre lo bajo –con menos- y lo alto –con más-. La altitud y la verticalidad, escribía, son generalmente cualificadas positivamente. De tal modo que a la altitud corresponden conceptos de trascendencia y a la ascensión de progreso y crecimiento. En lo alto se encierran signos de lo bueno y ligero, de lo que vence el peso, de lo celeste; lo espiritual asciende; en cambio, la materia pesa y la vida ha de luchar contra tal peso. La elevación es, pues, una cualidad y la cima su logro, la victoria sobre los obstáculos materiales mediante un esfuerzo, su recompensa moral. Todo ello sacraliza la montaña y su ascenso. Es el esfuerzo lo que consigue la entrada en un dominio ajeno y abierto entre líneas aéreas –sugerencia de lo infinito-, en espacios grandes, en alejamiento progresivo de lo basal y de sus laberintos. De modo que la dualidad bajo-alto se polariza en dos ambientes contrapuestos, lo alto como escenario de naturaleza, soledad e individualización; y lo bajo como mecanizado, masificado y gregario. Todo ello son modelos culturales. Pero lo bajo también es lo terreno, lo mundano, lo subterráneo incluso lo infernal y, en cambio, lo alto es lo celeste y divino. La montaña hunde sus pies en el antro, progresa hacia arriba desde lo mundano y alcanza lo divino. Nada más extendido, lo mismo en sencillas culturas populares, en misteriosos ambientes exóticos, en difíciles poetas místicos o en el mismo Dante.
Además, está claro que hay un sentido moderno de la ascensión, impregnado de valores científicos, artísticos y exploratorios, que bañan culturalmente e ideológicamente el ascensionismo montañero. En España es lo que aconteció, en su mejor versión, sobre todo por influencia de la Institución Libre de Enseñanza en el excursionismo, con su particular carga de calidad. La suma de ambos modelos y sentidos constituye el producto cultural que el alpinista recibe y mantiene. No vamos a extendernos más en este aspecto, que requiere un tratado propio. En cambio, vamos a centrarnos ahora en tres ejemplos muy característicos del simbolismo heredado y a veces olvidado. No son los únicos, pero son suficientemente expresivos para revelar la existencia y la importancia del lado imaginario de toda montaña y, por derivación, nos dará pie para aplicarnos a la búsqueda de otros aspectos simbólicos con peso en la cultura. Se trata, por tanto, de un recorrido fugaz por la otra vertiente de la geografía de los objetos, que doy por supuesto que también es geografía, como por la cara oculta de la luna, naturalmente si ésta no es plana sino redonda.
Texto de Eduardo Martínez de Pisón.