La muerte de un escritor resulta una tragedia irremediable; con él mueren personajes, descripciones y una atmósfera que nos envuelve desde las páginas de un libro que hicimos nuestro.
La muerte de un escritor siempre llama a nuestra puerta.
La muerte de un cómico es una dentellada cruel a lo poco que nos queda de niños. La risa espontánea, fresca, tan rácana de adultos, nos desarruga un breve espacio que se adivina entre los pulmones, y lo llena de luz, y de fragancia, y de olvidos placenteros, y de tiempo nuestro.
El cómico a menudo nos revela certezas con frases simples que nos agitan. Porque nada llama a la inteligencia tanto como el humor. Y surgen perlas inesperadas:
La vida de una persona sí pasa delante de sus ojos antes de morir.
El proceso se llama "Vida".
Se me ha muerto Terry Pratchett. Con él se han ido para siempre el inefable Archicanciller Ridcully de la Universidad de la Magia, el octogenario y desternillante Cohen el Bárbaro y unos cuantos Igor capaces de remendar cuerpos. Echaré de menos al patético Rincewind, al astuto Lord Vetirani, a un enamoradizo baúl con pies de nombre Equipaje y a brujas de las montañas como Yaya Ceravieja. Abogados Zombis, Golems, estafadores como Húmedo von Mustachen o la guardia de la ciudad, con Sam Vimes, "Nobby" Nobbs, Zanahoria y los demás. Todos idos, sin futuro posible.
Vuelco sin mucho orden este puñado de nombres, y lo hago con amargura y rabia. Es un homenaje a un universo delirante, el del Mundodisco, que me ha hecho reír a carcajadas en un tren de cercanías. La gente me miraba preocupada.
Se ha vuelto tan escasa la risa.
Terry Pratchett vendió 70 millones de libros. Proponía una cosmogonía peculiar: el mundo consiste en una enorme tortuga que deambula perezosa por el cosmos. En su lomo, cuatro gigantescos elefantes sostienen un disco plano en el que se desarrollan todo tipo de historias en múltiples lugares, a lo largo de más de cuarenta novelas.
Yo, que soy empírico y racional, creo en la existencia de este mundo. Porque he vivido de él, y volveré a sumergirme en su delirante sinsentido.
Y reiré de nuevo.
Antonio Carrillo