(JCR)
Se llamaba Walter Ochora y era algo así como un Bud Spencer a la africana con aires de cacique local que se debatía entre un temperamento irascible y un afán por dar una imagen de pacificador e incluso de compadre bromista y dicharachero.
Walter Ochora era un sargento del ejército de Obote y en 1985 participó en el golpe de Estado que le derrocó. Al año siguiente se unió a la guerrilla que combatió al actual presidente Museveni. Solía operar con sus rebeldes alrededor de Gulu y era temido por las emboscadas que tendía a coches y autobuses en las afueras de esta ciudad del norte de Uganda. En 1988, viendo venir por dónde soplaba el viento, dejó las armas para beneficiarse de una amnistía del gobierno y pasó a formar parte del ejército regular ugandés. Había ascendido a comandante la primera vez que lo vi, en la misión de Kalongo, donde mandaba el destacamento local. En una ocasión sentenció a muerte a dos de sus soldados por indisciplina. Era domingo aquel día y obligó a la gente que acudía a misa por la mañana a dar media vuelta y acudir a presenciar la ejecución de los dos infelices. De nada sirvieron las quejas y las peticiones de clemencia del misionero italiano que acudió ante el pelotón para evitar su muerte.
A mediados de los años 90 decidió pedir una excedencia en el ejército y se presentó a las elecciones para gobernador local, que ganó a base de sobornos. Eran tiempos de guerra y sufrimiento y Ochora pronto mostró su doble faceta de hábil político negociador y de juerguista empedernido. Inició contactos con la guerrilla para convencer a sus antiguos compañeros que dejaran las armas, algo en lo que tuvo bastante éxito. Al mismo tiempo, algunas de sus excentricidades se convirtieron en la comidilla de la ciudad. Cuando el gobierno central pasó una normativa impidiendo que bares y discotecas siguieran abiertos más allá de la medianoche, Ochora se negó a cumplirla alegando una poderosa razón: que a él le gustaba mucho bailar toda la noche y por lo tanto no iba a seguir una ley que le aguaba la fiesta. Resultaba extraño, al pasar la noche en Gulu, oir en una misma noche el potente sonido de los altavoces de los night-clubs y las ráfagas de ametralladora de los rebeldes apenas unos cientos de metros más allá.
Algunas de sus extravagancias eran de todo menos graciosas. Durante la campaña electoral para su reelección, en 2001, al final de uno de sus mítines se puso a bailar en el escenario y como quiera que la visión de su enorme figura meneándose causó la risa entre unos niños que estaban en primera fila, entró en cólera y sacando una pistola apuntó a los niños y empezó a increparlos duramente. Una vez que los niños tomaron las de Villadiego, siguió bailando con más ímpetu, tanto que se cayó y se rompió una pierna. Hubo más de dos y más de tres en Gulu que se alegraron del percance.
Un par de meses después de aquello pedí una cita con él para que escuchara al padre Tarcisio, un anciano misionero que se había encontrado en varias ocasiones con rebeldes para convencerles que dejaran las armas. En uno de esos encuentros aparecieron varios soldados que empezaron a disparar y casi terminan con su vida. Ochora nos indicó que acudiéramos a su casa y allí nos recibió... en su dormitorio, en calzoncillos, dándose friegas en su accidentada pierna, tomando un whisky doble y fumando un puro. A mi compañero casi le da un síncope cuando le vio de esa guisa.
En 2006 perdió las elecciones, pero el presidente no iba a desprenderse así como así de un líder tan fiel al partido en el poder y le nombró comisionado del distrito, algo así como el jefe de la seguridad. Empezó entonces a construir un enorme hotel a las afueras de Gulu. Mucha noches, cuando iba ya por la décima cerveza en el chiringuito a donde solía acudir, hablaba a voz en grito de cómo había desviado los fondos de los donantes para su uso personal. Cuando estaba hasta arriba de alcohol no había quien le aguantara. Recuerdo un día en que yo aparecí por uno de los hoteles de la ciudad y me llamó a voz en grito: “Talibán, ven aquí!” Estaba en compañía de dos funcionarios de la embajada norteamericana, los cuales no sabían para dónde mirar –ni yo tampoco- cuando me presentó entre carcajadas como “el sobrino de Bin Laden”. A pesar de todo, por razones que nunca conseguí entender del todo, a los diplomáticos de países donantes les caía simpático, y la gente seguía fácilmente su vena populista.
Así era Ochora. Hoy o mañana le enterrarán y me imagino que, siguiendo la tradición ugandesa de glorificar al muerto, sobre todo si era una persona con poder, habrá horas de discursos interminables canonizándole como el gran bienhechor de Gulu, un ejemplo de civismo, patriotismo y vida recta y justa. Si Dios, en su misericordia, lo acoge en su seno, aconsejo a San Pedro que ponga un buen candado al barril de cerveza de las mansiones celestiales.