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La muerte es un estado transitorio: “Amanti d’oltretomba”. Barbara Steele duplicada para una summa del gótico italiano.

Publicado el 07 julio 2011 por Esbilla

La muerte es un estado transitorio: “Amanti d’oltretomba”. Barbara Steele duplicada para una summa del gótico italiano.Amanti d’oltretomba

Director: Mario Caiano

1965

Italia

97 min.

Fotografía: Enzo Barboni (b/n)

Música: Ennio Morricone

Montaje: Renato Cinquini

Guión: Mario Caiano y Fabio De Agostini

Reparto: Barbara Steele, Paul Muller, Helha Liné, Laurence Clift, Rick Battaglia, Giuseppe, Addobbati.

Amanti d’oltretomba, perla oscura todavía malconocida, representa, más allá de sus virtudes particulares el grado al cual había llegado el horror gótico italiano en apenas cinco años de evolución. En muchos aspectos el film de Caiano representa la culminación del estilo, el final del camino, no en vano lo gótico comienza a teñirse de amarillo alrededor de esta fecha con títulos mestizos como Il mostro di Venezia (Dino Tavella, 1964) o Il terzo occhio (Mino Guerrini, 1965). Se puede hablar así de una obra plenamente manierista, codificada su esencia hasta el grado de la autconsciencia, que no solo pare ya, por tanto, de los consabidos moldes ajenos (Hitchcock, Poe,…) sino que presenta el grado máximo de retroalimentación a partir de universo ficcional privativo de la escuela gótica italiana, con el resultado de una estremecedora coherencia estético-conceptual.

La muerte es un estado transitorio: “Amanti d’oltretomba”. Barbara Steele duplicada para una summa del gótico italiano.
Erigido, casi como un altar, entorno a la figura-tótem, el rostro-estilo, de Barbara Steele la película se presenta en primer término como una libre variación sobre clásica (e insuperable)  melodía de El horrible secreto del Dr. Hitchcock (Riccardo Freda, 1963), de la cual emplea parcialmente el argumentarlo y de manera mucho más notable su pútrida poética del mal, de agobiante insistencia sexual, perversidad ilimitada y fervor decadentista. Al igual que en aquella, aunque con múltiples diferencias de tono, la principal el carácter fantástico, impensable en Freda firme creyente en el mal de los hombres, el protagonista masculino es un doctor de tortuosa vida erótica (plenamente consciente este, incapaz de dominarse en aquella) que toma una segunda esposa tras la muerte de la primera. Las diferencias son en este punto radicales, si el doctor Hampton (en curioso homenaje ese será el apellido de la Steele en el presente film) del título del 62 asesinaba involuntariamente a su mujer durante uno de sus rituales necrófilos, el doctor Arrowsmith (detalle cinéfilo: el nombre homenajea un clásico de John Ford del año 31) ejecuta con obvio deleite sádico a su señora y el “chatterleyano” amante de esta, un rudo jardinero que la complace de la manera correcta y no mediante lo que se adivinan retorcidos juegos de alcoba de onda sadomasoquista. La larga apertura que da cuenta del descubrimiento de la traición, la posterior ejecución de la venganza y el pronunciamiento de la maldición no solo se cuenta entre lo mejor rodado por su director, sino que constituye una de las cumbres del género: un prodigio de planificación e
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iluminación expresionista (cortesía de Enzo Barboni antes de cambiar de nombre por el de E. B. Clucher y descubrir el filón Terence Hill/Bud Spencer) a base de grandes bloques de negro y encuadres barrocos que encuentra en localizaciones tan brillantes como un invernadero (un lugar simultáneamente escondido y expuesto, trasparente, que será lúbricamente recuperado por Fernando di Leo en 1971 para su demencial y muy sicalíptica La bestia uccide a sangue freddo, sirviendo de escenario para los restregones de una ninfomaníaca Rosalba Neri)o tan recurrentes y entrañables como la mazmorra con sus cadenas, momento/lugar recurrente en los, más naif, más tebeísticos, descaradamente eróticos, especialmente en manos del estrambótico Renato Polselli (L’amante del vampiro o  Il mostro dell’opera, en 1960 y 64  respectivamente), pero también en las de cultivadores esporádicos como Antonio Boccacci y su Metmpsyco 1963.

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Caiano emplea con notorio deleite este motivo tan socorrido, arrimando las distintas fases de este proceso de tortura/cópula a una variante mediterránea (más visceral que cerebral no olvidemos que se trata de un marido cornudo y una esposa desatendida) de lo sadiano al cual se le insufla, en el último segundo, el aire necesario para darle un giro hacia la poética maldición a lo Edgar Allan Poe o más bien a lo Roger Corman reinterpretando a Edgar Allan Poe.  Tras la ejecución, sumarísima y por electrocución, detalle de creativa perversidad e ingenio maligno, el doctor Arrowsmith procederá al drenaje de la sangre de los cuerpos (detalle similar aparecería muy por antes en las mencionadas Il mostro di Venezia e Il terzo occhio y tendrá continuidad en el remake de esta última, la nauseabunda Buio Omega, cortesía de Joe D’Amato ya en 1979) y a la evisceración y conservación en formol de los corazones de los amante, para más inri atravesados de parte a parte por un solo puñal e irónicamente escondido al pie de una estatua, tras el escudo familiar de los Hampton: dos corazones. 
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Si estos no fueran ya suficientes mimbres (se pueden añadir todavía el gusto folletinesco o la idea, recurrente, del fuego purificando el lugar del mal) todavía existe una subtrama, absolutamente delirante, que incluye  a la querida/conspiradora/asistente del doctor y la mentada sangre convenientemente guardada. Casi como si quisiera seguir sumando referencias el film se lanza también sobre I vampiri (Riccardo Freda, Mario Bava, 1956) y El molino de las mujeres de piedra (Giorgio Ferroni, 1961) trasnforma a este personaje encarnado por una turbador Helga Liné (envejecida, irreconocible, al principio, joven y afilada luego), que, ítem más, va vestida y peinada igual que en la ignotaHorror (Alberto De Martino, 1963). Convertida mediante rejuvenecedoras transfusiones de sangre en una vampira (o una drogadicta, a saber) de lafantascienza.

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 A estas alturas hay que volver sobre Barbara Steele ya que reaparece, transmutada para realizar un recital que puede verse como una summa artis de sus papeles anteriores, síntesis final de la naturaleza dual de la propia actriz capaz de ser, simultáneamente ella y su reverso, mala/buena, morena/rubia, carnal/etérea, muerta/viva. Con Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940) como armazón Caiano, y su actriz con él,  recuperan en este bloque distintas caracterizaciones de la británica con esta idea monomaníaca del doble como motivo central. Doble había sido ya en La máscara del demonio (Mario Bava, 1960), duplicada simbólicamente en El horrible secreto del Doctor Hitchcock o en I lunghi capelli della morte (Antonio Margherit, 1964) y dominada por su otro yo, de modo tanto sobrenatural como psicoanalítico, en esta misma o en la inminente Un angelo per Satana (Camillo Mastrocinque, 1966). La puesta en escena subraya esta naturaleza tortuosa, a veces de modo insistente, los cuadro de Muriel, la hermanastra asesinada, otros de manera insospechadamente sutil, la pareja de palomas que en un momento sostiene el marido asesino, un apropiadamente viscoso y altivo Paul Muller. Igualmente existen escenas que se repiten, de tal forma que el violento encuentro en el invernadero entre Arrowsmith y la pareja de amantes tendrá su réplica, onírica y ritualizada  partir
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del empleo del ralentí y de una planificación forzada, abiertamente simbólica, durante un sueño de Jenny,  en el cual ella  es la que está con el jardinero y el hombre que los asalta carece de rostro.

La película reincide en estos componentes alucinados, tanto cuando recurre a El corazón delator de Poe (recordar que ya había sido parafraseado por Mario Bava en un fragmento de su deliciosa Las tres caras del miedo), Jenny escucha las aterradoras palpitaciones durante las noches, como cunando se acerca, de modo fantastique, a ingredientes psicoanalíticos o curiosos cruces de hipnosis y posesión que pueden remitir al melo-noir norteamericano de los 40; en este caso la alternancia de personalidades entre Muriel y Jenny, capaz de seducir descaradamente a su psiquiatra mostrando una voluptuosidad insólita, o de, ya cerca del clímax final explicar en trance los pormenores de su maldición y venganza. Una escena esta formidable, por cierto, donde la mímica crispada y febril dela Steele hacen pensar más en un orgasmo, un agónico éxtasis sexual producto de la “posesión” momentánea.

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Y si el prólogo es prodigioso el clímax no anda lejos precisamente. La sustanciación de la anunciada vuelta entre los vivos de Muriel y su amante está al altura de lo anunciado y guarda un par de planos de tal fuerza icónica que justificaría por si solos la película al completo: Muriel con su rostro espectral medio cubierto por el cabello, duplicada nuevamente, uno jo oculto, el otro abierto, desmesurado. Caiano ejecuta un cara a cara fascinante entre Muriel y Stephen, un ligero contrapicado, una iluminación densa, armónico acercamiento de cámara y giro para reencuadra desde el lateral hasta detrás de la nuca de Stephen donde se enroscan las manos de la mujer. Electrizante. Seducido de nuevo por la pulsión del recuerdo de una pasión con toda probabilidad destructiva y abisal (¿reminiscencia, suma y sigue, de los amantes sadianos de esa obra maestra de Mario Bava que es La frusta e il corpo?), el doctor cae. Solo para que Muriel retire su pelo dejando a la vista el resto de su cara: una grotesca llaga, una quemadura monstruosa.

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Existe, es imposible negarlo, un algo sorprendentemente japonés en toda esta representación, en esta iconografía del horror postmortem que, ala vez, remite a otro título previo de la interprete, la ya mencionada I lunghi capelli della morte, film en el que esta “japonesidad” era todavía más aplacable al, como muy bien señala Juan M. Corral en su artículo para Quatermass (antología del cine fantástico italiano. Nº 7, Noviembre, 2008) asociar constantemente al personaje femenino (muerto) al agua. Lo que ya es menos aceptable es el empeño en identificar, vista ahora, esta imaginería tan particular como una influencia sobre el resurgir del horror nipón a partir de The Ring, excelente obra de Hideo Nakata. Una idea totalmente errónea ya que el film de Nakata se encuentra profundamente enraizado en la propia tradición cultural y cinematográfica del país, y su ya célebre niña conecta de manera directa con la poderosa herencia de maestro como Nobuo Nakagawa, figura dinamizadora del kaidan eiga en sus ejemplares Kaidan kasane-ga-fuchi (1957) o Tôkaidô Yotsuya kaidan (1959).
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