Han transcurrido pocas horas del deceso de Fidel Castro; Cuba vive el Duelo Nacional decretado por varias jornadas, pero las casas-al menos las de mi San Cristóbal, en Artemisa- están cerradas y el sonido del silencio habla más que mil palabras.
La quietud trasluce el respeto por un insoslayable entre los grandes hombres; no se habla de otra cosa entre fronteras y me atrevería a decir que mucho más allá, sin pretender hurgar entre adeptos y detractores, pues sería inútil apartar la mente del hecho en sí y de la gran responsabilidad que tenemos los cubanos por delante.
Casi más natural que nacer es morir, más no sé bien cómo ni cuándo -creo que ni él lo supo- Fidel transgredió las dimensiones del ser humano para hacerse leyenda. Y las leyendas mueren, únicamente, si se deja fallecer lo mejor de su esencia, de las maneras más insospechadas.
Tengo cincuenta años, la época de verlo todo con una pasión apologética ha cedido el paso al análisis y, permítanme parodiar una canción muy conocida: no he vivido en una sociedad perfecta.
No, y estoy segura de que Fidel también lo sabía. El concepto de Revolución, expresado por el líder el Primero de mayo del año 2000, sentaba las bases dialécticas del futuro, en mezcla con no poco de los desafíos enarbolados por Cuba tiempo atrás y emanados de las fuentes de otros pensadores de la nación como el imprescindible José Martí.
Decía Fidel:“Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo”.
Sin dudas, se trata de un mensaje hermoso, de valor semántico y con una carga didáctica de filosofía de vida esperanzadora; mas lograr la interpretación cabal, ponerlo plenamente en práctica requiere infinito empeño, confianza y conciencia.
Vuelvo atrás: no ha sido perfecto- no hay obra humana perfecta-, mas yo he sido feliz por encima de carencias o limitaciones a cuya erradicación invita su concepto, emitido hace algo más de 16 años.
Recuerdo que al escucharlo se renovaron en mi mente las veces que vi a Fidel: de pequeña, en el apogeo de la epopeya revolucionaria, me lo imaginaba cuando, junto a mis amiguitos salíamos a toda carrera al sentir un helicóptero sobrevolar bajito el pueblo y decíamos:” adiós Fidel”, sin tener la certeza de que fuera él y, en la emoción, suponía su rostro.
Luego, en las ciernes de la adolescencia lo vi realmente en la inauguración del Palacio de Pioneros Ernesto Guevara, de la capital cubana, donde estuve entre los miles de invitados. Lloré a mares. Más tarde ya como periodista, coincidí en varias coberturas con el líder: el huracán Iván lo trajo a Pinar del Río y el programa Aló, Presidente, transmitido desde el municipio pinareño de Sandino, lo puso ante mí, esa vez junto a Hugo Chávez.
Hoy, se me agolpan los recuerdos, de nuevo desde lejos porque nunca osé acercármele, no por miedo sino por respeto, el mismo que demanda el hecho de su deceso ayer 25 de noviembre de 2016, fecha capaz de marcar un antes y un después en la vida de varias generaciones de cubanos.
Y se me antoja aferrarme al sueño infantil de correr en pos del celaje donde lo buscaba para volver a vivir mis cincuenta años en esta tierra donde su gente -que Fidel calificara como “de oro”- echó a andar envuelta en el halo de una leyenda.
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