“He aquí un espantoso papel en blanco en el que debo escribir”, pensó. Se encontraba ya algo mejor; intentaba trabajar.
Había estado borracho desde mediados de julio hasta finales de noviembre, salvo breves interrupciones, y no había escrito ni una sola línea. Poco antes se había enredado en una relación extraña y ambigua con una joven de diecinueve años, una relación que alguien ajeno –con toda razón– hubiera calificado de delirante. Para colmo, aquel asunto se había cobrado mucha sangre, sobre todo la de su esposa y la suya propia: la chica salió relativamente ilesa del asunto.
Ahora se dedicaba a hojear las notas tomadas durante la borrachera y a mirar las doscientas setenta páginas pasadas a máquina, y sabía que tendría que tirarlas, que como mucho podría aprovechar uno o dos párrafos, y unas cuantas frases.
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Confiaba secretamente en que él no terminaría muriéndose por intoxicación de alcohol, enloquecido o suicidándose, y en que sería tal vez él quien se salvara gracias a un capricho del destino, y que su misión sería vivir y escribir, narrar y relatar sus visiones en un tono seco y sordo de culpa, siempre manteniéndose a cierta distancia de aquellas visiones que constituían su propiedad exclusiva y de las que daría testimonio.
Encendió un cigarrillo y bebió sólo la mitad del vino que había en el vaso. Ahora no le temblaban las manos, aunque sudaba y su corazón latía arrítimico. Se inclinó sobre su cuaderno de espiral bolígrafo en mano.
[Acantilado. Traducción de Mária Szijj y José Miguel González Trevejo]