Sorprende muy positivamente el planteamiento tan ágil del drama que quiere mostrar un Mizogochi en una película que desde sus primeros minutos va al grano, sin demasiadas florituras. Se trata del conflicto entre juventud y madurez, pero planteado de una manera retorcida, a la japonesa: una madre en relación amorosa con un joven médico que se enamora de la hija de ésta, transcurriendo todo ello en un prostíbulo que regenta la madre. La hija tiene mucho que agradecer a su progenitora: el negocio familiar ha pagado sus estudios y su independencia - aunque todo eso ha sido quebrado por un oscuro intento de suicidio -, por eso traicionarla de esa manera supone un auténtico conflicto moral. Además, la bofetada de realidad que sufre su protagonista hace que se empiece a ver a sí misma como un ser ridículo, la parte más bizarra de un triángulo amoroso en el que sabe que sobra, puesto que ella misma observa mucha más pasión del doctor hacia su hija que la que le podía dedicar a ella. El ambiente del lupanar, otro de los factores que influyen en la historia, es filmado con realismo, pero también con un gran respeto a las prostitutas. Estas son retratadas como seres humanos con sus miedos, sus anhelos y sus problemas cotidianos, por mucho que intuyamos un fondo de sordidez en todo esto, con esos clientes que llegan borrachos - muchos de ellos compañeros de empresa con sus jefes - creando un ambiente de euforia artificial y triste en el fondo. Una gran película, mucho más compleja de lo que se puede inferir de su sencillez narrativa.