"LA MUJER DEL PUERTO"
Dicen que se llama Erik el taciturno pescador irlandés que cada mañana faena a los pies de la pétrea estatua de la mujer del puerto. Lo trajo el mar, envuelto en blanca espuma y olas cristalinas que rugían y se sublevaban enhiestas una mañana procelosa de un 24 de Enero de 1473. Nadie conoce su secreto; la condena de su longevidad ilimitada; el maleficio pergeñado por la abyecta criatura de los mares, Astartea, la dueña de su vida hasta el fin de los tiempos. Por puro deleite y avieso regocijo, aquella gélida mañana de Enero, la mefistofélica reina de las abisales simas marinas hizo que su barco, El Poseidón, se estrellase contra los titánicos farallones de “Los Doce Apóstoles”, en Australia.
Le ha encadenado al tiempo imperecedero, y su amada, Wendolyn, quedó convertida en liquen, musgo, piedra, rocas y sal, con el gesto torcido, clavado en la lontananza, como si buscase con vacuo desespero los restos del navío que se hundió, escindiendo para siempre los lazos de un amor prístino e inmaculado, incombustible, puro y sincero.
Erik no se separa de Wendolyn y contempla con animosidad a todos esos ignaros, rufianes, insolentes que osan acercarse a su esposa para tocarla y retratarse junto a ella, como si mereciesen acaso respirar el mismo aire que su dulce Wendolyn. Esos ignorantes, rezonga entre dientes en una lengua ya extinguida, nada saben de su agonía incesante; vivir para contemplarla convertida en algo inerte y rocoso, como una llaga del paisaje frente al océano inmisericorde. Así pasarán los siglos, el pescador y la hermosa lavandera, unidos en un romance sin palabras ni gestos de cariño compartidos: la bella lavandera y el infausto pescador, atrapados en un conjuro maldito para regocijo vil de Astartea, la cara oculta de la bionomía, la antítesis de la bondad, la faz desnuda de la insania que mana libérrima de la soledad y el aburrimiento, la envidia y la protervia.
Erik quiere fenecer, perecer junto a ese mar impío que le arrebató la vida junto a Wendolyn. Pero cada mañana se repite el malévolo ciclo de su sufrimiento: el pescador atormentado, faenando arrodillado junto a la mujer del puerto que un día fue amor y pasión, fervor y candidez, dulzura y bondad, circuido todo ello en un aura de belleza y mocedad que parecían desafiar con su fulgor al de las constelaciones y las estrellas cuando el ocaso se viste de luto para decirle adiós al claror de la mañana y la caricia estival del mismo Sol.