No eres la versión femenina de Griffin, el famoso personaje creado por H. G. Wells. Si así lo fueras, tu índice refractivo coincidiría con el del aire, tu cuerpo no absorbería ni reflejaría la luz y ese sería el motivo de tu invisibilidad. Lamentablemente tú eres transparente porque sí, y no debido a un experimento científico: un día te despertaste y te diste cuenta de que el príncipe que a tu lado yacía con sus ojos abiertos, no solo no te miraba, sino que ni siquiera te veía. Te levantaste de un salto, te acercaste rauda al espejo más cercano, y por suerte allí encontraste tu rostro. Respiraste aliviada, hasta llegaste a esbozar una sonrisa, pero poco te duró el sentimiento de alegría porque cuando tu príncipe estuvo a tu lado nuevamente, descubriste que solo tú podías verte. Pasaste varias semanas, meses, quizá algunos años lamentándote. Pero tus lamentos no consiguieron que sus retinas volvieran a notar tu presencia. Pensaste en buscar a Griffin, así podrías convertirte en la mujer invisible del hombre invisible, ¡qué linda pareja formaríais! Pero no lo encontraste por supuesto, es lo que tiene pertenecer a mundos diferentes...
Llegó el día en el cual decidiste dejar de ser una copia mundana del personaje de ciencia ficción, y ser visible otra vez. Entonces, le diste permiso a un estilista para que coloreara y esculpiera tus cabellos, le otorgaste autorización a un vestido gris oscuro para que realzara tus atributos, accediste a que un seductor perfume humedeciera la piel de tu cuello y consentiste en que unos estupendos stilettos rojos engalanaran tus pies. Y te fuiste a buscar un príncipe nuevo, pues sabías que al principio de toda relación estos seres no solo te ven, sino que también te miran.