Nadie podía entender cómo, el pasado mes de octubre, Marisol Valles García, una estudiante de criminología de 20 años, aceptaba el cargo de jefa de Policía de Práxedis G. Guerrero. No porque México fuera un lugar que la desbordara. El pequeño municipio situado en la frontera con Estados Unidos y muy cercano a Ciudad Juárez (conocida por el elevado número de crímenes aberrantes y despiadados que allí acontecen), sólo contaba con 3.400 habitantes. Pero nadie podía ejercer dicho cargo sin aceptar que le asignaran custodios personales. Además, ella no llevaba armas encima y sostenía que su política de seguridad no era la de la lucha armada y directa contra los narcos, sino la psicológica. Debía lograr la unión de los habitantes, conversando con ellos y fortaleciendo los vínculos familiares y humanos, lo cual implicaba “marginar” a los narcos. Y, lo que ingenuamente pretendía era que estos se mudaran a otra parte, porque ya estaba bien de tirotearse y morir jóvenes, volverse clientes adictos, o ambas cosas.
De aspecto frágil y un hijo de siete meses esperando en casa, Marisol accedió a ese cargo que ninguno de los habitantes de Práxedis se había atrevido a ocupar. Se mostraba serena, anunciaba que no portaría armas y admitía que todo el mundo en su pueblo tenía miedo, pero ella había llegado para intentar cambiar las cosas: “Vamos a cambiar el miedo por seguridad”. Desde entonces, pasaron demasiadas cosas, y ninguna buena. El 29 de noviembre, un comando de sicarios emboscó y ejecutó a Hermila García, la directora de Seguridad Pública del municipio de Meoqui. Y, el 26 de diciembre, Érika Gándara, la única agente de policía del municipio de Guadalupe, fue secuestrada y no se volvió a saber de ella. Un grupo de delincuentes entró en su casa y se la llevó en volandas. En el momento de su secuestro, Érika tenía 18 años y un amor por su trabajo difícil de explicar. Un año antes, durante la misma semana en que ella tomaba posesión del cargo, un compañero suyo fue ejecutado y, a los pocos meses, otros siete renunciaron. Los pocos agentes que quedaban terminaron por pedir la baja cuando el crimen organizado asesinó al alcalde.
Al fin, Marisol Valles, asustada por las continuas amenazas del crimen organizado, decidió ella también abandonar el cargo y marcharse a Estados Unidos. En plena zona de guerra de las dos bandas de narcotraficantes más fuertes de México, Praxedis era óptima para el contrabando, con frecuentes tiroteos y ajustes de cuentas. El anterior comisario o jefe de policía, murió acribillado por 9 balazos de narcotraficantes, al igual que la mitad del personal de dicha comisaría (9 muertos, más otras 9 “deserciones” tras aparecer la cabeza de un compañero de ellos en una hielera) apenas unas semanas atrás.
Según funcionarios municipales, Marisol sólo había pedido una licencia para cuidar a su bebé de apenas un año. Pero, a nadie extrañó que cruzara la frontera y pidiera asilo en Estados Unidos. Aunque, en el ayuntamiento de Práxedes, lo negaran en un primer momento, Jorge González Nicolás, el fiscal del Estado de Chihuahua, lo confirmaba: “Recibió una amenaza y eso justificó que se retirara a Estados Unidos. Su caso no es el único”. Cada día, empresarios agobiados por el chantaje, periodistas amenazados de muerte, defensores de los derechos humanos, tomaban el mismo camino que Marisol... Las crónicas que se habían escrito sobre ella a finales de enero encerraban una buena dosis de emoción: la esperanza en México tenía nombre de mujer. Pero era y sigue siendo difícil en un lugar en donde las autoridades federales reconocen que, bajo la amenaza de “o plata o plomo” (dinero o muerte), miles de policías municipales colaboran con los narcotraficantes, dejando pasar cargamentos de droga, alertándoles sobre operativos de fuerzas federales o actuando como sus sicarios. Sobre todo, cuando la mayoría de los agentes municipales tienen un salario promedio de 4.000 pesos mensuales (230 euros).