Ilustración de Olga Artigas Ballesta
Dicen que el peligro de enamorarse de un escritor es que te puede hacer inmortal. Peligro y bendición, que dirían algunos. Está claro que depende del tipo de relación que se tenga o se haya tenido.
Ella no se enamoró de un escritor pero apreciaba su labor creativa. Eso la empujó a tener "algo" con él.
Adquirió su libro con la ilusión con la que un niño celebra su cumpleaños.
Lo abrió lentamente, lo olió, lo volvió a cerrar. Admiró detenidamente la portada. Deslizó su dedo por la portada para comprobar si era relieve o no. Pasó las páginas, cuidadosamente, contendiéndolas con su pulgar, ese que a veces usaba para acariciar, sin prisas, su labio inferior.
Tocar el libro era como tocarle a él.
Comprobó las dedicatorias, pudo corroborar que estaba incluida y sonrió.
Lo dejó en la mejor ubicación de la casa, su preferida. A un lado tenía sus películas preferidas, clásicos como Blade runner, El amante, La leyenda del indomable y El gran Lebowski. A otro lado tenía sus discos de música y sus libros. Todo estaba apilado de manera perfecta, sin polvo, creando armonía de colores.
Por la noches, antes de caer en brazos de Morfeo, se leía unas páginas. Le comentaba entusiasmada que la entretenía. Él sonreía encantado porque sabe que no todas las opiniones son iguales y que al final la vida son 20 personas (por mucho que nos hagan creer falsamente las redes sociales). Era fiel seguidor de aplicar la importancia relativa a las críticas y a las alabanzas. Subían o bajaban las opiniones de la gente querida, las demás eran aparcadas, como se aparca una mala noche de borrachera.
Este proceso, casi ritual, de leer y comentar duró lo que duró el entusiasmo. Una vez que la esperanza saltó por la ventana la lectura se ralentizó...más y más...más y más...
Llegó una fría y lluviosa noche de invierno y los dioses no quisieron que el calor humano venciera al duro averno que provocan las palabras que no quieres escuchar y el libro se dejó de leer.
Fue colocado en una pila de libros, debajo de la tele, con cuentos de Borges, La Ilíada y uno de los últimos libros de Delibes.
Quedaba una hoja, solo una, era esa parte en la que el protagonista se quedaba con la chica.