Podría bautizar a Vivian Gornick (Bronx, Nueva York, 1935) como la escritora para los escépticos. Entiendo como «escépticos» a aquellos lectores que desconfían, a menudo con razón, de la narrativa contemporánea, de la capacidad de esta para alimentar el apetito intelectual con un texto de altura. Gornick no es novelista, al menos no en el sentido acostumbrado. De padres judíos, creció en el barrio obrero del Bronx, participó de forma activa en el movimiento feminista de la segunda ola en los años sesenta y se dedicó a la investigación académica. Ha publicado más de una decena de ensayos, pero han sido sus dos libros más narrativos los que la han acercado al gran público: Apegos feroces (1987; Sexto Piso, 2017) y La mujer singular y la ciudad(2015; Sexto Piso, 2018). Se sitúan entre las memorias y la crónica sociocultural, desde un punto de vista lúcido y analítico, inseparable de su trayectoria profesional. Literatura exigente y subversiva, de la que marca un antes y un después en la vida del lector, de la que le devuelve la confianza en la actualidad literaria y abre las puertas a nuevos caminos.
Leonard y yo compartimos la política del daño. La sensación, en nuestro interior, de haber nacido en una injusticia social preestablecida. Nuestro tema es la vida no vivida. La pregunta que ambos nos hacemos es: ¿habríamos inventado la injusticia si no hubiera estado ahí ya –él es gay, yo soy la Mujer Singular– para regodearnos en el agravio? Nuestra amistad se centra en esta pregunta. La pregunta, de hecho, define la amistad –le otorga su carácter y su lenguaje– y me ha ayudado a comprender la misteriosa naturaleza de las relaciones humanas corrientes más que ninguna otra relación íntima que yo haya tenido.En Apegos feroces, Gornick toma como hilo la relación con su madre y examina cómo se forjó su, digamos, «identidad de mujer escritora», primero a partir de los referentes del vecindario y luego con la entrada en la universidad. La mujer singular y la ciudad, que a pesar de haberse publicado casi treinta años después puede leerse como una continuación, tiene como motivos recurrentes la amistad con un hombre homosexual y la ciudad de Nueva York, aunque la reflexión identitaria sigue estando en la base: ella se identifica como una mujer «sola / soltera» (el término en inglés, single, admite esa dualidad), un concepto que expresa con la palabra «singular» (odd), porque, para su generación, permanecer sin pareja resulta extraño, inusual, le da una imagen un tanto extravagante. Por ello, las relaciones que la han marcado, más allá de la madre, no son el marido ni los hijos, como para tantas de sus coetáneas, sino las amistades cultivadas a lo largo de los años y los encuentros fugaces por la ciudad. De ahí surge este libro.
La mejor versión de sí mismo. Durante siglos, éste fue el concepto clave detrás de cualquier definición esencial de amistad: que un amigo es un ser virtuoso que le habla a la virtud que albergamos en nuestro interior. ¡Qué ajeno les resulta ese concepto a los hijos de la cultura terapéutica! Hoy no miramos para ver, y mucho menos para corroborar, la mejor versión de nosotros mismos en los demás. Al contrario, la franqueza con la que admitimos nuestras incapacidades emocionales –el miedo, la ira, la humillación– es lo que nos lleva a crear los vínculos de amistad hoy día. No hay nada que nos acerque más a los otros que el grado en que afrontamos abiertamente nuestra vergüenza más profunda cuando estamos con ellos. Coleridge y Wordsworth temían exponerse de esa forma; nosotros lo adoramos. Lo que queremos es sentirnos conocidos, con nuestras virtudes y nuestros defectos; cuantos más defectos, mejor. La gran ilusión de nuestra cultura es que somos lo que confesamos ser.Gornick escribe en fragmentos breves, sin voluntad de construir un relato: diálogos con el mencionado amigo, recuerdos sobre otros allegados, observaciones a pie de calle, apuntes eruditos sobre sus lecturas y meditaciones diversas. Comprenden todo aquello que integra su forma de estar en el mundo: lo afectivo, como la amistad; lo formativo, como la literatura, el feminismo y los estudios culturales; las menudencias del día a día, como las peripecias urbanas. Su amigo, con quien mantiene conversaciones de lo más agudas, también tiene su «singularidad» por la identidad sexual; en cierto modo, se entienden tan bien porque ambos son outsiders del sistema dominante del matrimonio heterosexual de clase media. Gornick analiza desde esa perspectiva, una especie de periferia instalada, eso sí, en la ciudad. Pone el foco en la diferencia, en la exclusión. Lo hace con su ironía característica: tiene un punto de mala leche, de irreverencia, que la aleja de cualquier autocompasión; y está revestida de un bagaje intelectual sin tacha.
–Ellos aprobaron –dice Leonard–. Eso es todo. Hace cincuenta años, entrabas en un armario llamado «matrimonio». En el armario había dos conjuntos de ropa, tan rígidos que se sostenían de pie. La mujer se ponía el vestido llamado «esposa» y el hombre, el traje llamado «marido». Y eso era todo. Desaparecían dentro de la ropa. Nosotros, hoy, suspendemos. Nos quedamos aquí de pie, desnudos. Eso es todo.El espacio que habita se erige en otro tema fundamental. Gornick dejó el Bronx para trasladarse al centro –su desclasamiento particular– y se siente realizada en el paisaje urbano. El paseo es un elemento básico tanto en Apegos feroces como en La mujer singular y la ciudad: muchas charlas, muchos recuerdos, surgen en esas caminatas, pero, además, disfruta mirando, interpela su entorno con una capacidad de observación deslumbrante; Nueva York es la otra gran protagonista de su vida. Conviene identificar a Gornick como una flâneuse, una narradora que ha enriquecido, y de qué manera, la todavía escasa literatura de mujeres paseantes. Por las circunstancias históricas, en Nueva York han podido llevar este estilo de vida desde hace más tiempo, han dispuesto de más independencia, como ya demostró la escritora y periodista Elizabeth Hardwick (1916-2007), autora de Noches insomnes (1979; Navona, 2018), un precedente claro de Gornick (cada una con su personalidad: Hardwick más poética y delicada, Gornick socarrona y racional). Merece la pena mencionar asimismo obras recientes de voces jóvenes que siguen esta corriente en clave más ensayística, como La ciudad solitaria (2016; Capitán Swing, 2017), de Olivia Laing (1977), Solterona (2015; Malpaso, 2016), de Kate Bolick (1972), y Flâneuse (2016; Malpaso, 2017), de Lauren Elkin.
Nueva York no es puestos de trabajo, responden; es una forma de ser. La mayoría de la gente está en Nueva York porque necesita muestras –en grandes cantidades– de expresividad humana; y no las necesitan de vez en cuando, sino todos los días. Eso es lo que necesitan. Los que se van a ciudades más manejables pueden prescindir de ello; los que vienen a Nueva York, no.
O tal vez debería decir que soy yo quien no puede.
Vivian Gornick
Leer a Gornick es dialogar con una interlocutora inteligente, que no da puntada sin hilo y expresa con ingenio unas ideas en las que uno se reconoce. Tal vez la he llamado escritora para los escépticos porque ella misma también lo es, como cualquier persona experimentada. Escribe con la astucia de quien ha aprendido, de quien no se deja engañar fácilmente. Con un estilo sereno, penetrante, metódico pero sin la rigidez de la redacción académica, llama a las cosas por su nombre, no adorna. Libros breves, pero concentrados. Es necesario escribir con gracia y tener una mirada singular (nunca mejor dicho) para que una obra de no ficción de esta naturaleza funcione, y por funcionar entiendo que ataña al lector, que no sea un mero ensimismamiento sobre su mundo interior. Gornick lo consigue. Si no se hubiera convertido en un tópico, diría de ella que «no deja indiferente a nadie», porque de veras posee esa rara cualidad de marcar un antes y un después en la vida de un lector, de revolverlo de su zona de confort. Quienes ya la hayan leído me entenderán.Citas de las páginas 8-9, 22, 33 y 133.