Se sabe o suele decirse que la muerte nos santifica. En algún punto pasamos a ser todo aquello que tal vez nunca fuimos en realidad sino tal vez aquello que brilla en alguna loca percepción de los demás y en ese acto mínimo nos salvan en la memoria que les dejamos a los que aún se quedan de este lado de la línea. Y así, después de que nos sacan con los pies para adelante, pasamos a ser un padre ejemplar, una madre como ninguna otra, un hombre que ganó todas las batallas, una mujer incomparable que jamás se quejó, una cantante que cambió el curso de las cosas y sigue la lista interminable de tópicos pulcritos todos ellos y por supuesto, escritos con mucha precisión y que tocan, no sólo rozan lo rídiculo y el absurdo (lo de Catalina Dlugi diciendo que Amy Winehouse "Era como una especie de Lady Gaga", no resiste el menor análisis en el pelotudodromo mediático por que se lleva el primer puesto). Amy Winehouse se fue y con ella una voz violentamente dulce. Y nos dejó su música, el mejor recuerdo. Mejor no agregar nada más.