La historia de la teoría de la generación espontánea es una muy bella, tanto como la teoría heliocéntrica, o la alquimia y su búsqueda de la piedra filosofal, el casi justificado afán de convertir el plomo en oro. En principio, la teoría de la generación espontánea dice que es posible la generación de la vida de seres organizados a partir de objetos desorganizados, o seres animados a partir de objetos inanimados; el ánima puede surgir de la quietud, un escarabajo podría nacer de la tierra, un molusco de un coral, una mariposa de la nube. Con el nacimiento de la ciencia moderna y los nuevos instrumentos la teoría se sofisticó hasta grados microscópicos, hasta que llegó Luis Pasteur a aguar la fiesta, y de pasada, según algunos nutriólogos modernos, a arruinar el sistema inmunológico de los humanos. Fue un caso de los que T.H. Huxley llamó la continua gran tragedia de la ciencia: el asesinato de una hermosa hipótesis a manos de un hecho bruto. Ahora no podemos concebir la generación espontánea sin sonreír, pero las leyes musicales no se ajustan a los leyes de la biología —no siempre, en todo caso. La experiencia de ver a La Generación Espontánea en concierto ha sido muy educativa. De hecho, ahora que escucho su grabación “Cátedra”, no puedo evitar imaginar cómo es que están haciendo las cosas que hacen, porque parecen determinados a no tocar los instrumentos como lo enseñan en el conservatorio, desde las nuevas técnicas en el uso de los instrumentos hasta la invención de intervenirlos por medio de artefactos ajenos, un abanico de mano en la guitarra, un clavo en el platillo de la batería, el rechinido de un globo, con el resultado de una riqueza de texturas cada vez más insospechada y una secuencia accidentada de clusters armónicos que rayan en la naturalidad, muy cerca del ruido. En la Generación Espontánea la música está libre de línea melódica, lo que la estructura es más bien una superposición de registros, no hay tema y desarrollo, o bien el tema es simplemente un sinfín de pulsaciones, de aliento, de percusión, instantes abruptos o pausados de ritmo, una creación constante, y esto, sencillamente, antes de 1946 no se llamaba música —aún hoy, de acuerdo con la más autorizada academia, no lo es. ¿Es música concreta? No. Si bien la asociación es posible —a mí me gusta—, porque el Estudio sobre los caminos de fierro de Pierre Schaffer de 1948, compuesto por entero con sonidos de tren, silbatos de la estación y otros sonidos similares, es muy hermoso, y fue perfectamente coherente que la música de Schaffer haya nacido en una estación de radio durante la resistance. Efectivamente, la genealogía de esta música se puede rastrear hacia los inicios de la llamada “música nueva”, pero la línea de parentesco es meramente una deuda feliz, porque el trabajo de la disonancia en La Generación Espontánea, a diferencia de aquellos, no está signada por los estragos, por ser hijos de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Si bien los juegos de textura y dinámica son desconcertantes, no por eso son la experiencia horrenda de Penderecki o las escalofriantes exploraciones de Xenakis, ésta es la música sin las ataduras de un prejuicio contra la disonancia o contra la ausencia de las formas —si bien la forma sonata puede ser reconocida si se la quiere a chaleco por ahí—, se trata del puro goce, un goce sin edad, sin historia, de la libre asociación de los sonidos.
Erick Vázquez