La navaja contra Mill

Por Daniel Vicente Carrillo



No puede haber un discurso científico sobre el mal.
Hablar del bien o el mal del hombre, esto es, del bien o el mal relativos a la especie humana o a cualquier otro concepto universal, que suponga una multiplicidad de seres, conlleva pronunciarse sobre los fines comunes a todos los elementos implicados. Pues, si no hay comunidad de fines, bien y mal no son sino palabras vacías más allá de las singularidades subjetivas que denotan, como quiere el psicologismo. Bajo estas coordenadas, nos está vetado el juicio sobre lo bueno y lo malo en términos colectivos, ya que de una relación de semejanza no se deduce una de identidad. Así será mientras no sepamos discernir los deberes -idénticos para quienes están sujetos a ellos- de las meras pulsiones.
Con más razón, por cierto, nos abstendremos de calificar la bondad o maldad del universo, siendo éste la mayor colectividad existente y el conjunto más amplio de todas las cosas conocidas. Por tanto, queda Dios absuelto de responsabilidad y se torna inmune a las extravagantes críticas que, emulando a los maniqueos, los ateos formulan cuando pretenden ocuparse del problema del mal.
Mas, si se quisiera sobrepasar los propios límites metodológicos y establecer una definición del bien como general happiness o el máximo bienestar del mayor número de individuos, al modo de Stuart Mill, sería fácil mostrar que jamás se dan ni este máximo ni esta mayoría, salvo tal vez en la imaginación de utilitaristas y socialistas. En efecto, la felicidad así entendida -a la que con más finura cabría llamar simplemente alegría, como hicieron algunos estoicos- no tiene un objeto fijo, al carecer de fin estable, y por tanto tampoco una medida. De suerte que, mientras que la felicidad strictu sensu se realiza e incrementa cuando alcanza su meta, la alegría, que es sucedáneo de aquélla para las bestias y los estúpidos, se extingue y revierte en su opuesto tras la náusea que experimentamos al saciarnos.
Por otro lado, tampoco procede hablar de una sola mayoría de bienaventurados a la que dirigir lo bueno, sea lo que sea esto. Hay, por el contrario, infinitas combinaciones concebibles en las que el mayor número de hombres esté satisfecho en detrimento de la menor parte de ellos. Sin embargo, sólo unas pocas resultan compatibles entre sí. Verbigracia, casi todos aprecian los honores recibidos, muy particularmente cuando se consideran dignos de los mismos. Sin embargo, también la mayoría suele ceder, si se sabe impune, a placeres poco honorables y peligrosos para su reputación. ¿Cuál es, pues, la mayoría universal de hombres felices a la que se refiere Mill: la primera o la segunda? Ambas son posibles y se excluyen mutuamente.
No cabe, entonces, que haya moral sin una idea de deber válida objetivamente considerada. Ésta no dependerá ni de nuestro placer ni, en ocasiones, de nuestra conveniencia o conservación; por tanto, tampoco de nuestro cerebro ni del azar genético. Lo bueno y lo malo se establecerán en función de los fines asignados a determinadas colectividades, puesto que, haciendo abstracción del mundo, es tan imposible cometer una inmoralidad contra uno mismo como robarse la cartera. Estos fines se valorarán a su vez en atención a fines supremos, estimados buenos por su propia virtud, a saber: ser benéfico, evitar la ingratitud, no perjudicar a nadie y dar a cada cual lo suyo.