En otras palabras, solo hay una manera de llegar a ser un hijo de Dios: por medio de la sangre del Salvador (Jn 14.6). Las buenas obras y la vida correcta no ganarán el favor del Señor, porque toda persona peca inevitablemente y un pecador no puede entrar a la presencia del Dios santo. El derramamiento de la sangre de Cristo en favor del mundo, hizo posible que cualquier persona sea limpiada del pecado y tenga una relación con el Creador. El único requisito es confiar en el Señor Jesús como su Salvador.
Para que Dios sea justo, Él debe mantenerse fiel a sus propios principios. Su santidad dictaba que “el alma que pecare, esa morirá” (Ez 18.4). El castigo por el pecado, es decir, la muerte, tenía que ser pagado de una manera aceptable a Dios. Él dijo por medio de Moisés que era necesario un sacrificio: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona” (Lv 17.11). Había que dar una vida, para que la vida de otra persona pudiera salvarse.
En consecuencia, el Padre celestial proveyó un sacrificio perfecto y sin pecado en favor de toda la humanidad. La única manera que había para que la justicia de Dios fuera satisfecha era que Jesucristo tomara nuestra culpa y nuestro pecado sobre sí mismo, y muriera en lugar nuestro.
Cuando decimos que hay un solo camino al Padre, queremos decir que una persona debe creer que Jesucristo murió a su favor como un sacrificio perfecto. Confiar en cualquier otra cosa, es ignorar la santidad de Dios y lo que dice su Palabra (Hch 4.12).
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