Nos referiremos solamente a la última etapa de la historia de Occidente (la civilización que, por lo demás, vio nacer a la filosofía), en la cual se han alcanzado los logros más espectaculares y los avances más decisivos de la historia de la humanidad. Esta parte de nuestra historia tuvo su origen en el Renacimiento, aunque de modo más o menos soterrado la revolución que entonces hizo eclosión había echado sus raíces en el siglo XIV, a la altura del tiempo en que Guillermo de Ockham puso patas arriba la escolástica al afirmar que en el mundo no existían las realidades globales, los conceptos o ideas, solo existían los individuos; no existía, pues, el bosque, que era un mero invento de la mente, un “flatus vocis”, un soplo de voz, solo existían los árboles individuales. La fe debía de ir por otros derroteros, pero la razón debía de atenerse a aquella verdad y aplicar los correspondientes recortes, los de su célebre navaja, a cualquier intento de explicación de las cosas que no se atuviese a ese punto de partida, el que exigía desprenderse de todos los aditamentos, inferencias, prejuicios o abstracciones que impidiesen reconocer la desnuda realidad de los hechos concretos e individuales.
Aquello fue la bomba; una bomba de efectos retardados que, efectivamente, hizo explosión un par de siglos más tarde, en el Renacimiento, la edad en la que precisamente, dejándose impulsar por las emanaciones de tales pensamientos, irrumpieron los individuos rompiendo los moldes sociales que durante toda la Edad Media les habían tenido encasillados e incluso anulados. Surgió también la atracción por el estudio de los hechos concretos, por el experimentalismo y su derivación todavía filosófica: el empirismo. Galileo, mientras tanto, formalizaba por vez primera el método científico. Los descubrimientos que llegaron de la mano de aquel emergente deseo de descubrir el mundo y sus cosas fueron innumerables y abarcaron todos los ámbitos del conocimiento. La revolución científica y los consiguientes avances tecnológicos se pusieron a andar… mejor será decir que echaron a correr.
La historia de Occidente, especialmente desde el Renacimiento, está marcada, pues, por el objetivo de acceder al conocimiento del mundo, de la realidad objetiva. Y resulta evidente que ha triunfado en ese objetivo. Pero a estas alturas es cuando toca preguntarse: ¿para qué sirve conocer? ¿Tiene algún sentido esa realidad a estas alturas tan bien desentrañada por la ciencia? De dar respuesta a esas preguntas es de lo que, precisamente, está encargada la filosofía. ¿Y cuál es la última respuesta sobre ello a la que ha accedido Occidente? La última respuesta es… ninguna. La realidad ha quedado maravillosamente explicada por la ciencia. Pero en paralelo, la filosofía ha desembocado en el nihilismo, es decir, en la conclusión de que ella, la filosofía misma ya no es necesaria; lo que se necesita, según esta perspectiva, es conocer las cosas y conformarse con ese conocimiento, porque el sentido que puedan tener es, de nuevo, un “flatus vocis”, un añadido que nosotros hacemos a las cosas, pero que estas no tienen ni precisan para ser lo que son, y a las que procede aplicar, por tanto, los remedios de la navaja de Ockham. No hay nada más. O dicho a la inversa: lo que hay, además de ese ser material y concreto de las cosas que ha logrado en gran parte desvelar la ciencia, es… nada. La filosofía, por tanto, no es necesaria. Suprimir la asignatura de filosofía de los planes de enseñanza es la lógica consecuencia de haber accedido a una sociedad bañada en el nihilismo. Solo interesa el conocimiento de lo real, no si esa realidad tiene algún sentido (se da por hecho que no). El Gran Hermano que rige los destinos de esta sociedad posmoderna ha comprendido que la función del sistema de enseñanza es formar científicos, sistemáticos observadores de objetos, de los datos de la realidad, y, consiguientemente, nihilistas.
Ahora bien, decía Ortega que “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Por eso, el simple conocimiento de lo dado no evita la sensación de que algo nos falta, así como la de extravío con que, para empezar, nos situamos en el mundo. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía precisamente Ortega. El mero conocimiento objetivo de las cosas, aquel que, sin embargo, nos ha procurado los enormes avances científicos a los que ha accedido nuestra civilización, no es suficiente para contrarrestar esa sensación de extravío que nos es inherente a la vez que insoportable. Necesitamos encontrar un sentido a la realidad para así hacerla soportable. En suma, nos ayuda a concluir Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y para encontrar ese sentido necesitamos, seguimos necesitando a la filosofía. “La filosofía –es la forma de decirlo que tiene Hegel– (…) es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”. Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo, que es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros, eso que nos hace sentirnos perdidos. A falta de filosofía, hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón está obligada a descubrir en ellos. Todo eso no nos hace, precisamente, más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será éste el que rija nuestros destinos.
El cogollo de la filosofía lo constituye la metafísica, que, a costa incluso del revolucionario Guillermo de Ockham, o más bien complementando sus vertiginosos presupuestos y todo lo que de fructífero aportaron a la historia del Occidente, es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente individual, particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero. Necesitamos de algo que nos permita trascender nuestra voluble individualidad, que, sin embargo, era para Ockham (y es para la cultura occidental que siguió sus pasos) lo único constatable; necesitamos encontrar para nuestra vida particular, efímera, insustancial y extraviada un sentido que nos redima de tales insuficiencias, algo que nos permita ponernos en la estela de un destino que, cuando nuestro insignificante ser individual haya desaparecido, siga sirviendo de soporte esencial y dando sentido a lo que fuimos. Porque aunque sus formas de decirlo hayan quedado superadas, aquellos escolásticos anteriores a Ockham también (solo “también”) tenían razón cuando decían que lo que tiene existencia auténtica no son los individuos, sino lo que ellos llamaban “universales”, es decir, lo que sirve de referencia ideal y modélica a nuestro ser individual.
¿Y cómo llegaremos a encontrar eso que ha de dar sentido a nuestra vida si nos quitan la filosofía?