Si lo pensamos bien, nuestro paso por el mundo tiene mucho de aterrador. Nacemos sin haberlo pedido en un lugar del que no conocemos bien las reglas, absolutamente repleto de peligros, en el que es sencillo padecer toda clase de dolores, ya sea de índole física o espiritual. Además, no sabemos si la vida tiene un sentido o somos fruto de la casualidad, si el absurdo del que hablaban los existencialistas es nuestra auténtica realidad. La vida es como un juego en el que manejamos un cuerpo que debemos preservar lo mejor posible, para vivir el máximo número de años. Para algunos la meta es el conocimiento, para otros el placer, para otros las búsqueda de Dios. También hay quien vive por vivir, sin hacerse demasiadas preguntas. Pero lo que es seguro es que al final de todo nos espera la muerte.
Hasta que se demuestre lo contrario, el ser humano es la única criatura con conciencia de sí mismo que existe en un universo que se nos presenta como una inmesidad fría y vacía. Uno de los primeros vacíos que ha de llenarse con la creación de un sistema cultural es precisamente el sentido de la existencia. El hombre debe sentirse partícipe de una comunidad en la Tierra y destinado a una existencia mejor en el cielo, para estar conforme con su destino:
"Una de las cosas que observamos cuando contemplamos la historia es que la conciencia de la creatura siempre está absorta en la cultura. La cultura se opone a la naturaleza y la trasciende. La cultura es en su intento más heroico la negación de la creaturabilidad. Pero esta negación es más eficaz en unas épocas que en otras. Cuando el ser humano vivía a salvo bajo el amparo de la imagen del mundo judeo—cristiano, formaba parte de un gran todo, dicho de otro modo, su heroísmo cósmico había sido completamente erradicado, era inequívoco. Procedía de un mundo invisible y aparecía en un mundo visible por la obra de Dios, realizaba su deber con él viviendo su vida con dignidad y fe, casándose como deber, procreando como deber, ofreciendo toda su vida —como hizo Cristo— al Padre. En compensación, era justificado por el Padre y recompensado con la vida eterna en la dimensión invisible. Poco importaba que la Tierra fuera un valle de lágrimas, de horribles sufrimientos, de inconmensurables, tortuosas y humillantes mezquindades diarias, de enfermedad y de muerte, un lugar al que el ser humano sentía que no pertenecía, «el lugar equivocado», como dijo Chesterton."
Conociendo su lugar en el mundo, el humano puede trascender su condición y sentirse un héroe. Incluso los más débiles, si sienten que tienen a Dios de su lado, restan importancia a sus desgracia. Es más, le otorgan sentido al sufrimiento, como un avatar que prueba sus merecimientos para una recompensa en el más allá. Ahí está una de las claves - quizá la más importante - del triunfo del cristianismo y otras religiones. El héroe es quien no tiene dudas, quien conoce todas las claves de la existencia y la espléndida recompensa final que le espera. También puede que dicha recompensa no se encuentre después de la muerte, sino en un futuro utópico que se origina de lo sembrado con el trabajo duro y el sacrificio, como enseña la religión comunista:
"Cada sistema cultural es una dramatización de las heroicidades sobre la Tierra; cada sistema configura papeles para actuar con diferentes grados de heroísmo; desde el heroísmo “de lujo” de un Churchill, un Mao o un Buda al “barato” heroísmo del minero, del labriego o del cura; el heroísmo escueto, de cada día, terrenal, forjado por manos nudosas de trabajador que conduce a su familia a través del hambre y la enfermedad."
El desarrollo de la civilización ha traído indudables ventajas a la humanidad: la organización social, que permite una convivencia ordenada y cooperativa (a pesar de las guerras, una losa que todavía se usa como respuesta al conflicto), el alargamiento de la vida, el refinamiento del arte y la cultura. Pero también ha creado nuevas angustias internas que surgen del cuestionamiento de las formas de vida establecidas durante siglos. La ciencia, nuestro instrumento más confiable, no nos puede ofrecer respuestas acerca de lo que sucede tras la muerte, si es que sucede algo. De pronto existe la posibilidad de que seamos seres finitos, una mera mota de polvo en la vida del universo. Entonces, el hombre, ese "animal hiperansioso que inventa constantemente razones para su ansiedad, incluso cuando no existe ninguna" se queda solo consigo mismo. No solo es que no pueda negar ya la muerte, sino que tampoco puede negar la posibilidad de la extinción absoluta.
Por eso a veces, en los peores momentos, enviadiamos la sencillez de antaño, la del campesino que contaba con la plena seguridad de una plaza en el cielo (aunque también estaba la posibilidad de ir al infierno, lo que seguramente también provocaría grandes dosis de ansiedad). La religión surge así como la gran mentira infantil, la gran ilusión que necesita la mayoría como basamento de su felicidad personal. Sin embargo, también buscamos sustitutos, en la ciencia, en la política o en el arte. Como dice Otto Rank, la gran influencia de Becker:
"Con la verdad, no podemos vivir. Para poder vivir necesitamos ilusiones, no sólo ilusiones externas, como el arte, la religión, la filosofía, la ciencia y el amor, sino ilusiones internas que en primer lugar condicionan las externas [es decir, una sensación de seguridad de los propios poderes activos y de ser capaces de contar con los poderes de los demás]. Cuanto más pueda una persona aceptar la realidad como la verdad, la apariencia como esencia, mejor adaptada estará y más feliz será [...] este proceso siempre eficaz de autoengaño, de fingir y de equivocarse, no es un mecanismo psicopatológico."
Y todo esto resulta doblemente absurdo cuando reflexionamos de donde venimos, cuando investigamos acerca de la evolución, la ley más inexorable de la creación:
"Qué podemos hacer en una creación en la que la actividad rutinaria de los organismos es descuartizar a otros con los dientes, de todas las maneras posibles: mordiendo, triturando carne, tallos de plantas y huesos entre los molares, engullendo vorazmente la pulpa hacia el esófago con fruición, incorporando su esencia en nuestro propio organismo para defecar después los residuos con fetidez nauseabunda y ventosidades. Todos intentando incorporar a otros que le resulten comestibles."
Escrita a las puertas de su propio fallecimiento por Ernest Becker, La negación de la muerte es, a pesar de todo, una obra que transmite serenidad. Bajo la influencia del psicoanálisis de Freud, Becker no puede ofrecernos una respuesta definitiva, pero sí retratar a un ser humano confuso, aterrado en ocasiones, que se enfrenta siempre a una perspectiva incierta. La única solución, al menos por ahora, estriba en el autoconocimiento, en aceptarnos como seres limitados y aceptar la muerte como algo tan natural como la vida. Simplemente algún día nos tocará irnos "con la mayoría", como decían los romanos. Quizá nuestro actual conocimiento de los mecanismos del cerebro humano hayan dado al traste con algunas de las afirmaciones de La negación de la muerte, pero la lectura de este premio Pulitzer sigue siendo tan estimulante como hace cuarenta años.