Por la mañana abro la ventana y una densa niebla quiere devorarme. Adivino los prunos que se están adelantando a la primavera, los magnolios con su verde aterciopelado, los pinos hieráticos y silenciosos y los plataneros despojados de sus hojas. Silencio total en la plaza. Hasta el Gorbea parece que se ha encogido y no se atreve a lucir su cima con la txapela blanca. La realidad es que la silenciosa niebla se va colando por las rendijas de los medios de comunicación y acomodándose en el interior de las casas. Entra con perezosa rapidez. Es esa niebla —pegajosa, viscosa— del baño que empaña el espejo, pero en dimensiones gigantescas y que nos permite movernos por su interior como autómatas o sonámbulos.
Por la calle, no se ve cielo ni tierra, tan solo la blancura húmeda que nos hace sentirnos en la pesadilla de un mal sueño. Todo se desvanece y se ralentiza como si quedara flotando a expensas de ese blanco sucio cuyos hilos manejan los poderes económicos. De repente una mancha negra emerge de la blancura, se aproxima, el grito se te ahoga en la garganta porque pasa rozándote, pero no se inmuta. Los días se hacen monótonos, las horas de trabajo rutinarias y el color blanquecino se torna oscuro para ser envuelto en la noche. Vuelvo a casa. ¡Llueve a raudales! Luz triste la de las farolas que no ofrecen consuelo a las calles encharcadas. Con el abrigo, los guantes, el bolso, una compra de última hora y el paraguas, ¿cómo encontrar la llave? Un joven que también quiere entrar me dice: “pasa tú primero”. Él viene con bici, mochila, casco,… Al final se adelanta a abrir la puerta porque mi bolso, que se ha convertido en una caverna, deja oír el sonido de las llaves, pero quieren jugar al escondite; no saben de mi cansancio y de la tristeza que nos come las ilusiones como la niebla nos devora las horas de sol.