“La vida carece de trucos. El destino es nuestro mejor aliado, junto a ese magnetismo que nos acerca, queramos o no, para aspirar de nuevo la esencia de lo que hemos sido y lo que somos. Y esa vuelta hay que recibirla sin miedo, con todos los honores, apostando por el resto de los días, puesto que nada ha sucedido en vano, y todo aquello que nos marca se aposenta en la memoria con una fuerza extraordinaria”. (La niña del rincón p. 80).
No, la vida no tiene trucos. Se los buscamos a menudo, denodadamente, pero no damos con ellos porque no están. Descubrirlo es la sazón de la madurez. Y entonces se vuelve de nuevo a la esencia, ya sin miedo, para cubrirse con ese manto de realeza que se engalana de dignidad. Y dignidad a raudales rezuma esta autobiográfica novela, La niña del rincón, de Consuelo García del Cid Guerra.
No ha sido un ejercicio fácil, sí necesario porque se lo había prometido, y sobre todo, se lo prometió a otras en su misma situación; y es una mujer de palabra. “Retomar estas páginas que interrumpí en su momento, hace que sienta una inmensa vergüenza. Soy consciente de que me coloca en pelotas ante el lector, pese a haber escuchado cientos de testimonios que me dan la razón y otros que me la quitan. Muchos, peores que el mío, puesto que parten de la miseria, de los orfanatos, de la cadena estatal de centros cuyo menú estaba diseñado para adoctrinar mujeres, las mujeres que no fuimos, las que quisimos ser y no nos dejaron”. (La niña del rincón p. 132).
Además de ser un testimonio cabal, en esta obra Consuelo García del Cid demuestra una vez más su talento como escritora, ocasionalmente rehén de su obra ensayística, ya nutrida, y cuyo punto de arranque fue laborioso, complicado y pionero, lanzado con el título significativo de Las desterradas hijas de Eva. Fuera de esto, la prosa de Consuelo es precisa, clara, no pocas veces se asoma a ella la vena poética, que cultivó en la década de los 80 con notable éxito.
Con una templanza que me ha sorprendido, por lo rebelde y apasionado de su carácter en lo personal, la autora va desgranando la historia de aquellos años, sin ocultar la herida que le dejaron cuya cicatriz perdura. Porque hay reconciliación con la propia historia, con lo que por más que quisiéramos no puede cambiarse; reconciliación sí, pero no olvido: “Perdonar es un sentimiento profundo que no puede existir sin el olvido y es obvio que yo no he olvidado” (La niña del rincón p. 213). Olvidar es imposible. Y por eso la misericordia alcanza cotas de grandeza que la eleva sobre los verdugos, cuando se apiada de los inocentes que gravitan sobre ellos, quizá ignorantes de la verdad. Así decide no identificar a aquel médico que la drogó, en connivencia con la madre, para poder encerrarla en un reformatorio sin mayores problemas: “Por tanto, al no escribir su nombre ni poner sus iniciales siquiera, ese es el gesto que me diferencia de todos ellos”. (La niña del rincón p. 212).
Y ¿cuál fue su delito? Pensar. Hacer preguntas que no gustaban y dar respuestas que gustaban menos, contrarias al ideario marcado por el régimen y a la sociedad imbuida por él. Pero no había opción: “La rebelión es tan cara como inevitable cuando se lleva dentro. No se trata de una postura, es un sentimiento que te posiciona en el más complicado de los lugares, donde acabarás irremediablemente solo, luchando contracorriente”. (La niña del rincón p. 213).
Llegó el día en que el sistema venció, y la narradora lo admite abiertamente: “Nada resultó fácil tras semejante periplo. Crecí mal, confusa, buscando un norte inútil que me aliviara, creyendo que todo era pecado, que estaba mal. Temí cruzar ciertas fronteras hasta divisar el horizonte de una misión que ignoraba. No me creí capaz de hacer nada importante, seguía siendo el desastre, la rebelión absurda, la protesta permanente ante lo establecido”. (La niña del rincón p. 204).
Leer a Consuelo ha sido como ver mi propio reflejo, los ecos emergen de cada página escrita, las coincidencias, las semejanzas son innumerables y los sentimientos compartidos. Incluso los procesos, más allá de lo aparente, nos hermanan. Conocí a Consuelo por iniciativa suya; cuando supo de la publicación de mi novela Por Caridad, también autobiográfica, y sobre el mismo tema, quiso que nos viéramos enseguida. Ella es así, nunca deja para mañana lo que puede hacer hoy. Recuerdo esa cita con cariño, porque tuve otra visión complementaria de la mujer a la que ya me había asomado por los medios de comunicación, y me gustó. Sobre todo, nos entendimos desde un lugar que solo pertenece a los que han compartido las mismas injusticias. Aquello que te lleva a llamar hermano a un completo desconocido. Consuelo y yo fuimos, somos y seremos siempre hermanas, porque compartimos un lugar profundo de nosotras mismas donde no llega la simple consanguinidad. Porque sabemos lo que significa resistir, elevarse por encima de lo resistido, con el empeño de sobreponerse a ello y convertir el barro en oro. Luego, si procede, contarlo. Y procede.
“Sobrevivir a situaciones límite no es más que una suerte del destino. Victimizarse, un error inmenso que no siempre depende de nosotros mismos cuando nos superan las circunstancias. —Y termina—: Siempre seré una desterrada hija de Eva, y semejante bagaje entraña una responsabilidad enorme, puesto que se me cuestionará hasta la saciedad, por el antes y el después de una España que bendijo a los malditos y castigó a los benditos”. (Consuelo García del Cid, La niña del rincón p. 226).
Por supuesto, recomiendo encarecidamente su lectura.
Mariaje López©